27 de diciembre de 2014

Regresar es irse


Regresar a la que fue nuestra calle, nuestro territorio vital, tomar ese autobús, ese tren o encaminarse en coche por esas carreteras que nos adentran de nuevo en el túnel del tiempo con el ansia de reconocernos en cada puerta, en el reflejo del antiguo escaparate que ahora es un ventanal tapiado. A veces, incluso, sientes el pánico que causa la desorientación de no saber dónde te encuentras, porque el tiempo parece haberle dado la vuelta a las esquinas, cambiado todas las caras reconocibles y sembrando la desmemoria en aquellas que pudiesen reconocerte. Y es entonces cuando maldices al olvido por haberle ganado la batalla a la memoria, pero te consuela creer que de la misma manera que se olvida aquello que un día te hizo feliz y pensaste que jamás olvidarías, así, tal vez, el olvido también se lleve algún día aquellos recuerdos que una vez arañaron el alma. 

Sucede con nuestra propia casa, la que fue testigo de nuestros primeros pasos, en cuyos rincones quedó el eco de las primeras palabras, de risas infantiles, de llantos por nada y por todo... a la que volvemos ahora de tarde en tarde, en la que un día y otro, y otro, y otro... ese tiempo que avanza cauteloso y se derrama sobre sus paredes, sus patios, sus muebles... la convierte en un cenotafio de reliquias de aquellas vidas que fueron y ya no son, las nuestras, y las otras que se fueron para no volver, dejando su olor a ausencia en los viejos armarios. Las viejas mantas, que a veces se desdoblan y vuelven a extenderse sobre las camas igualmente viejas, huelen a aquellos inviernos. Las paredes rezuman humedad como rezuman en la memoria las escenas que tuvieron lugar entre ellas. La nostalgia y la extrañeza se conjugan a la par.

Quién, sin necesidad de salir del país, a veces ni de la misma ciudad en la que hemos crecido, y en la que ahora nos vemos convertidos en hombres y mujeres, pregunto, quién no se siente un exiliado (como se sintió María Luisa Elío a su regreso a su Pamplona natal tras sus años de exilio) de aquellos lugares en donde fuimos felices, a los que volvemos como si fuésemos náufragos, exhaustos del largo viaje que nos ha hecho adultos, y en busca de todo aquello que creíamos (porque así es la necesidad de esa fe) que nos aguardaba tal cual nos vivió, tal cual lo vivimos. Quién, al volver los ojos deseando encontrar las mismas emociones, reconocer otros ojos, las mismas calles, las mismas tiendas, el mismo sol amable que nos acariciaba la espalda sobre el banco de un parque, no ha encontrado el peso de la soledad, el estremecimiento de no ser reconocido ni de reconocer, la tristeza de la pérdida de identidad, la amputación, de alguna manera, de ciertas raíces, esas que nos ligan a una tierra y a una gente, la sensación de que un nudo se deshace y nos deja desasidos, que nos hace sentir un apátrida, de terruños y afectos. Nada espera por nosotros, todo continúa, con y sin nosotros. 

Y ahora me doy cuenta de que regresar es irse, escribió Elío, pero siempre hay algo que nos llama, nos empuja a regresar, esa querencia por volver a donde las cosas no están ya.




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