23 de enero de 2015

El amor como inspiración

Tenía doce años cuando escribí mi primer relato. Me lo pidió mi amiga de adolescencia, Paulina, que estaba por entonces enamorada de un joven mucho más mayor que nosotras. Yo accedí a sus deseos, ¿qué no hacer por una amiga? A ellas, a mis amigas de infancia y adolescencia, les he cantado, les he escrito y he camuflado sus borracheras a nuestro paso por la puerta siempre abierta de la habitación de sor Visitación, en la residencia de monjas. Ellas, por mí, también hicieron lo suyo.

Aquel relato fue una historia de amor con final feliz, porque todos los cuentos leídos terminaban así: "Y fueron muy felices y comieron perdices", y porque así lo creía, creía que todas las historias de amor tenían siempre un final feliz. Ahora sólo sé que todas las historias de amor tienen final, de una manera u otra, y que se escriben con tintes entre el dulce empalagoso y la amargura; que muchas no llegan a escribirse, se quedan en las anotaciones, breves e imprecisas, de lo que pudieron haber sido; que otras tantas se desvanecen como humo en su propia mentira; otras, que comienzan con el convencimiento de un Sí, quiero, se van tornando más en capítulos de decepciones que en episodios de amor, porque así sucede cuando se concibe el amor como un ideal y no como un sentimiento que requiere su trabajo y su alimento. Así sucede cuando el amor se concibe como una colonización, o lo que es peor, una posesión, un sentimiento que se simboliza con un candado amarrado sobre un puente, con una alianza con una fecha y un nombre en el reverso que prometía aquel comer perdices y ser felices, y que se quedó en eso, en un anillo de metal apresando el anular.

Las grandes historias de amor no son una novela rosa, muy al contrario, las pasiones que de ellas se derivan tienen siempre tintes de tragedia, porque una historia de dos es siempre la historia del mundo, ese mundo de aire límpido y de cloacas en el que hozan historias de amor como un cerdo en su charca, o se revuelven como gato panza arriba en medio de prejuicios, convencionalismos, creencias, costumbres... Es así que los protagonistas de las historias de amor son siempre más complejos que aquellos dos adolescentes protagonistas de aquella primera historia de amor escrita con doce años y que no tenían mundo, aún no había más recorrido que un paseo por el parque tomados de la mano y besos bajo un árbol. Aún, aquellos dos no habían sido víctimas de la vida y su injusticia: víctimas de sus propios sentimientos, de la intransigencia de la sociedad, de la moral de la época, de pasiones desmedidas, desde la desesperación a la humillación o el desprecio. Grandes clásicos: Anna Karenina, Madame Bovary, La edad de la inocencia...

Hace tiempo leí una novela breve que me dejó un poso especial. Traducida al castellano, su título es 'La imperfección del amor', de Milena Agus. Un relato que podría definirse como elíptico, porque Milena aborda el amor desde tres personajes en los que no concreta ninguna historia, simplemente despliega a través de ellos tres concepciones de la manera de vivir el amor: desde la apariencia y el convencionalismo, desde el sexo y desde el sentimiento más romántico y puro, porque nada existe, ni tan siquiera ese mundo que se desmorona bajo nuestros pies, cuando el ser amado aparece, te sonríe y te invita a dar una vuelta por la ciudad en su Vespino.

Terenci Moíx, en su novela No digas que fue un sueño, relata el declive de la civilización egipcia. Paralelamente, la historia de Marco Antonio y Cleopatra mezcla la seducción, el erotismo y el sexo con la intriga, la política, los dioses... La Historia se hace y se escribe en medio de grandes pasiones, y en toda literatura, sea cual sea su temática, siempre subyacen pequeñas o grandes historias de amor.


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