17 de febrero de 2015

Personajes literarios

De las lecturas, que ya van siendo, como van siendo los años (no tantas como me gustaría, aunque hay que mirarlo por el lado positivo: quedan tantos por descubrir), siempre hay personajes que destacan, incluso por encima de la trama. Y ahí quedan, al principio tan presentes como esos otros reales que forman parte de nuestra vida, después va quedando como el poso de "alguien" a quien dejas irse, como ese amigo del que nunca vuelves a saber y queda el rastro de su presencia en los lugares habituales por donde nos movíamos juntos (los de las páginas de un libro, en este caso).

Apenas si recuerdo ya a Santiago Biralbo, El invierno en Lisboa, al que le ponía pose de actor de cine policíaco, un personaje de Hitchcock, tal vez, envuelto en humo y con su inseparable vaso de bourbon en la mano, aporreando pianos en bares en blanco y negro del estilo de Casablanca. Dijo Muñoz Molina, allá por 1987, acerca de su novela:  "Hay en mi novela una especie de invocación a los bares, a los lugares no legitimados como patria". Por esos escenarios viciados por el cine, esos no lugares, que diría mi amigo Laporte, se mueve Biralbo en mi memoria.

Este me atrapó especialmente en su terrible soledad, en las alargadas sombras, en el cielo negro que iba cubriendo de olvido Ainielle como la mala hierba que se cuela entre las paredes y las desmorona, fue Andrés, de 'La lluvia amarilla'. Por mi mente vaga Andrés, en su desolación, en su locura que sólo aguarda a la muerte, en la soledad impuesta por el abandono, por calles desiertas, tejados hundidos, bisagras chirriantes por la herrumbre, y puertas y ventanas desvencijadas a merced del viento.

Otro personaje que se mueve sin nombre pero con pies de plomo por la mente es el protagonista de La mala luz, de Carlos Castán. El personaje de La mala luz es un monologuista que no cesa de ahondar en la esencia del ser humano, tan melancólico, tan lúcido a ratos, tan desesperado en otros... el paisaje por donde se mueve es puramente emocional, no tiene lugar definido, como no lo tiene el dolor o la nostalgia por lo perdido, por lo no vivido.

Y ese viejo que leía novelas de amor, "del verdadero, del que hace sufrir", que tan humanamente recrea Luis Sepúlveda. Un canto a la naturaleza, al respeto de esas otras formas de vida ancestrales... Así, Antonio José Bolivar Proaño se mueve en mi memoria por una aldea indígena, rudo y tierno a la vez y con una novela de verdadero amor, del que hace sufrir, bajo el brazo, camino de la soledad de su chamizo en donde ponerse a leer.

Son muchos más los que pueden aflorar, pero por no alargar esta entrada, hago alusión al que creo que será, y aquí quería llegar, otro insigne personaje literario que tendrá un lugar para siempre en la memoria: Sabas, Las ciegas hormigas, de Ramiro Pinilla. Él (y toda su familia, pero especialmente Sabas) vagará como un fantasma entre los acantilados del norte en un eterno día de lluvia, con su rostro tiznado de carbón y chorreándole el agua por el mentón, templado y tenaz, desafiando al cielo, al tiempo, a la suerte, presintiendo la tragedia, como el zarpazo inevitable de las olas contra las piedras.

En todos y cada uno de los personajes anida, explícita o implícitamente, una esperanza, que es al fin y al cabo, de lo que se trata.


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