Un perro fiel

Tú lo echaste de tu lado, a palos,
y él se alejó como lo hacen los perros,
porque eso era para ti,
un perro al que acariciar la cabeza si te venía en gana,
o al que apartar de una patada.
Cuando le asestaste el golpe, no entendió nada,
y te miró con ojos de perro,
tristes y redondos, abiertos de par en par,
y encogió su cuerpo hasta volverse tan pequeño
como nada, y se alejó de ti
con el rabo entre las patas y un aullido
que más que aullido era un quejido ahogado,
una súplica,
que no logró conmoverte.

Te siguió por todos los caminos,
porque él seguía siendo tu perro fiel,
olfateó las cunetas de las carreteras
y alzó el hocico en todas las direcciones del aire
hasta dar con el olor de tu carne.
Otras lo arrastraba a ras de suelo,
hasta encontrar el humo de la suela de tu zapato,
y permanecía sentado al otro lado de la calle
guardándote la distancia,
hasta ver que de nuevo echabas a andar.

Infatigable, no deja de seguirte...
lo hará hasta las habitaciones de hotel
en donde tú te revuelques,
y le llegará el olor de tu semen
y todo estará bien:
mientras tú amas, él seguirá esperando
con el hocico entre sus patas,
aullando entre sueños y rascándose una oreja
mientras le tiembla el pellejo
y se le llenan de legañas los ojos.


Sus pasos se volverán lentos tras tu vivir,
se hará viejo callejeando a tu sombra,
pero a su olfato no lo confundirá nunca
ningún otro olor,
nada en su nariz que no sea el aliento de tu risa
y el aire amargo de tu fracaso.
Y llegará el día en el que su hocico le lleve
hasta un camposanto,
y las mujeres que sacan brillo a las lápidas
y cambian las flores de plástico
ajadas por el sol
repararán cada día en ese perro vagabundo
que, al final de la tarde,
siempre acude a la tumba del viejo
y allí permanece por largo tiempo.

Al fin pudo acercarse a ti sin miedo,
y cada tarde hace lo que siempre quiso hacer:
alzar su pata y mearte en los pies.