7 de marzo de 2015

El tiempo detenido

Leído el prólogo que Luis Landero escribió como introducción a 'Juegos de la edad tardía', constato, una vez más, cuan parecidas fueron las infancias de los hijos de la dictadura. Nací en la dictadura. Desde el 67, año de mi nacimiento, hasta el 75, año en el que moriría el dictador Franco, aún el Régimen  daría unos cuantos coletazos de rabo de lagartija. Landero nació veinte años antes, pero su infancia es un paralelismo exacto de la de mi generación. El tiempo detenido, ese reloj anclado en una forma de vida establecida. Expone este cómo, dentro de lo miserable, existían también clases o estamentos, el orgullo (falso) de considerarse más dentro del lo ínfimo, de los menos, porque siempre hay un superlativo, incluso para pobre: paupérrimo. Y el grado superlativo de aquella pobreza de los años de la dictadura eran esos campesinos de los pueblos que trabajaban a jornal, esas casas que no conocían el jabón, ni una bañera, ni una taza de váter, ni el papel higiénico hasta bien entrados los setenta. Anécdotas como la de los plátanos, fruta prohibida en la casa del pobre... leía esto y esbozaba una sonrisa al acordarme del hecho excepcional de la existencia de tal fruta en casa: exclusivamente cuando alguien se encontraba enfermo, como si esta fuese un manjar reconstituyente y no estuviese al alcance del bolsillo en situación normal. Comprar plátanos para consumo habitual era algo ostentoso. Hasta ahí llegaba nuestra miseria.

La miseria más sangrante era la cultural, el desconocimiento de las letras y de los números, de otras formas de vida más allá del polvo de un camino y de una puesta de sol con la camiseta sudada quemando sarmientos en las viñas. Vidas a las que nadie les había planteado qué ser de mayores, les vino dada esa elección desde la más tierna infancia. Ahora ellos, a sus hijos les deseaban, en su fuero interno, una vida mejor, que dice Landero que tan alta aspiración podía llegar a mecánico, o taxista en la capital, siendo el culmen de tal aspiración la de oficinista, esa imprecisión de oficio que te colocaba en un sillón, a la sombra de un techo y trajinando con papeles sobre una mesa. ¿Qué padre harto de destripar terrones  no soñaba con que su hijo fuese oficinista? ¿Quién no se sentía fascinado, disminuido como un enano frente a alguien que mínimamente dominase la palabra escrita, supiese de cuentas y hablase lo más parecido a esos locutores de televisión?

Para la mujer era otro cantar, la pregunta de qué serías de mayor a una mujer de campo nunca se planteaba, porque una mujer, de mayor, sería la mujer de un hombre, y con esa idea se encauzaban aquellas vidas nada más venir al mundo: educar en los quehaceres del hogar y en guardar la honra familiar que dependía muy mucho de llegar virgen a ese hombre, primero y único, merecedor de tal virtud. Esa represión (obligación) caía sobre la mujer como una losa.

Poco habla Landero, al menos en lo leído no he visto referencias, salvo al papel del padre, del abuelo, al mundo masculino en general, de la figura femenina en ese contexto social rural de la dictadura, es por eso que traigo aquí esos coletazos de rabos de lagartija que vivieron nuestras madres y abuelas, y que aún nos llegaría a las mujeres de mi generación, hijas y nietas de aquellos campesinos de posguerra. Sumado a aquella educación exclusiva en cuestiones domésticas y de dependencia del varón: padre, hermanos y después maridos, y en donde el saber y la cultura para toda mujer eran prescindibles (refiere mi madre que su madre, analfabeta, cuando mi madre demandaba ir a la escuela como sus hermanos varones, le replicaba que para lavar las cascarrias de unos calzoncillos y limpiar mocos a los críos no hacía falta saber latín), existió el prejuicio de la mujer soltera; si te aproximabas a los veinte sin que ningún hombre te hubiese propuesto noviazgo, el vecindario comenzaba a murmurar sobre la moza rancia, así se les llama en los pueblos manchegos a los solteros y solteras entrados en años, mozos y mozas rancios. La moza rancia, con el tiempo, venía bien a la familia, porque tenía la obligación moral de cuidar de los padres ancianos, esos que le daban de comer a falta de un marido que la mantuviese. La moza rancia se ganaba la vida, cuatro perras, bordando sábanas para ajuares de otras en edad casadera, y si no tenía oficio, salvo los domésticos, vivía al amparo de sus progenitores, y luego serían ellos quienes viviesen a su amparo. A la postre, una moza rancía era un plus: se ocupaba de los ancianos, de los sobrinos, incluso si moría una  hermana casada, era la ideal compañera para ese pobre viudo incapaz de cuidar a su prole él sólo (una especie de levirato, con todo lo terrible que en mi opinión me parece semejante apaño). Sin embargo, un mozo rancio era todo lo contrario, era una carga para padres y hermanas, que no solo debían atender a esos padres en su vejez, sino también al hermano inútil, por regla general desaliñado, incapaz de cambiarse unos calzoncillos llenos de cascarrias si alguien no le ponía unos limpios en la mano, totalmente nulo para freír un huevo, mucho menos para poner un guiso con una patata cocida.

Así transcurría esa vida en los pueblos hasta arribar los ochenta, cual agua estancada que se agita en su mismo continente, entre lodos y restos de miserias que flotan en su superficie. Fueron pocas las mujeres que ofrecieron resistencia a sus destinos; muchos, sin embargo, los hombres en éxodo hacia la ciudad, en busca de aquellos oficios: chapistas, porteros... Envidiado estatus este en mi pueblo manchego: fulanito había tenido la suerte de "salirle" una portería en Madrid, y allí había emigrado con toda su familia, que ahora eran chicos de la capital y vendrían en verano con sus manos inmaculadas y sus pieles blancas de ciudad, con esas ropas que en nada se parecían a las nuestras, con esa manera de hablar que convertía la tosquedad del lenguaje en la fineza de la palabra llana, del ná, al nada, del dormío al dormido. 

Y aquellos aires de otras vidas que siempre parecieron tan lejanas en espacio y tiempo, como mundos inalcanzables, pronto soplarían también por los caminos y por las calles embarradas de nuestros pueblos, contagiando las mentes de las nuevas generaciones del deseo de prosperidad, de un porvenir halagüeño... Surgiría una resistencia a esa predestinación, el abandono de ese exilio interior en el que muchas mujeres y hombres se vieron obligados a vivir por imposición moral. Poco a poco comenzaba una lucha lenta pero precisa que iría abriendo la posibilidad de llegar a todos los mares, de ser dueños de nuestras propias decisiones, equivocadas o no, de no renunciar a anhelos ni a otra forma de vida al alcance de nuestras manos, pero sobretodo, y sin que nadie nos lo enseñara, supimos amar esa libertad que durante tanto tiempo fue arrebatada o exclusiva de unos pocos, y aprendimos a convivir en ella y con ella. Y eso es algo que nunca deberíamos olvidar: el valor de esa libertad que hace posible la conquista pacífica de los derechos de hombres y mujeres.


1 comentario:

  1. Valga esta entrada tuya como homenaje a esas mujeres: nuestras madres y abuelas. Gracias por recordarnos que ellas son unas grandes olvidadas y son y han sido grandes trabajadoras.
    Un saludo

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