2 de marzo de 2015

Suicidas

En la madrugada de ayer, un joven de diecisiete años intentó quitarse la vida. No lo consiguió. Ahora se encuentra en la UVI de un hospital. Las causas: le ha dejado su novia, también de diecisiete años.

Hace unos días leía un titular de periódico sobre este dato alarmante, el aumento del número de suicidios entre nuestros adolescentes y jóvenes. Un dato extensible al resto de Europa, y que ha ido in crescendo desde 2008. En nuestro país, la causa principal de muerte en los jóvenes de 24 a 35 años ha dejado de ser el accidente de tráfico, en 2013 le ganó la partida el suicidio. 

Se me vienen a la mente los jóvenes suicidas de Tokio Blues, o Tsukuru, ese chico sin color que "Desde el mes de julio de segundo curso de carrera hasta enero del año siguiente vivió pensando en morir". Esos jóvenes que Murakami retrata entre la soledad y la melancolía, que parecen ser arrastrados por la vida y cuya única salida a la vicisitud es quitarse del medio.

Al margen de la crisis, que es una vicisitud más de la vida que nuestros jóvenes deben enfrentar, como pueda serlo una guerra, que enfrentaron nuestros abuelos, magnánima vicisitud, o que tu novia o novio te deje plantado, algo hay (quiero dirigirme al germen) en nuestros más jóvenes que les impide ver más allá de la ciega desesperación que es el suicidio. A veces, me da por pensar que el mundo virtual en el que están creciendo tiene mucho que ver. Ese mundo, en donde todo se magnifica y se idealiza, te hace caer de bruces contra el suelo cuando la realidad, la verdad que hay detrás, se desvela en toda su crudeza o injusticia. Tienes que tener los pies muy en la tierra, la cabeza bien amueblada, y el corazón con una buena coraza para salir indemne de semejante caída. Y ellos, desde su temprana inmadurez, aún formándose y sin experiencia, están ahí, en esa jungla fantasmal, fraguándose un mundo tan ideal como falso sobre la amistad, el amor y todo lo que envuelve a las relaciones personales. Lo virtual les adsorbe de tal modo que hay poco tiempo para sentarse a hablar o para percibir el mundo real que los rodea. Repetida es la imagen de esas parejas cenando en un restaurante con sus hijos adolescentes, y estar embebidos estos en el cacharro móvil, ausentes de ese momento familiar, totalmente abducidos, fuera de ahí.

Por otra parte, me da por pensar que hemos robado a nuestros jóvenes la rebeldía. Nuestra permisividad les impide rebelarse contra la autoridad adulta inexistente, y al mismo tiempo les impide reflexionar y pensar, como también les impedimos ese enfrentamiento que les hace medir sus fuerzas, gestionar respuestas. Les hemos negado el NO, les hemos dado tanto y se han acostumbrado de tal manera a colmar sus exigencias, que ni tan siquiera saben ser rebeldes sin causa. Les hemos dejado sin oportunidad de entrar en conflicto, nada les contraría: ni la hora de entrar o de salir de casa, el tener o no tener tal cosa... Ni tan siquiera existe un conflicto existencial con esa forma de estar en el mundo, ese no encontrarle sentido a la vida, del que habla Camus en el mito de Sísifo. Tal vez sea por eso que el NO de una novia de diecisiete años les deja sin capacidad de respuesta, como perdidos, sin armas a las que enfrentarse a un revés que en el cómputo de toda una vida se quedará en un vago recuerdo.

Caigo en el sentimiento de culpa que deja el suicida, y me pregunto si así de infeliz es el mundo que les dejo, el resultado de mi día a día, del día a día de todos. Lo pienso con respecto a todos estos años de democracia, a este fracaso social sin porvenir para ellos, para esos jóvenes entre 24 y 35 años que se quitan la vida, siendo así el suicidio la primera causa de muerte en ese rango de edad (tantas veces lo he leído y tantas veces lo escribo, tantas veces se me hiela la sangre). Mi prosperidad está siendo su fracaso, por tanto es mi fracaso también, el fracaso entero de una sociedad que es capaz de generar muertes por desesperación.

Creo que estamos ante un gigante peligroso, al que hay que empezar a cercar con un gran tiento. Una asignatura que empieza a estar pendiente: enseñar a nuestros hijos a amar la vida, no las cosas. Y cuando se ama la vida, nunca faltan recursos para luchar por ella, sencillamente se vive, con todo lo que conlleva: fracasos, nuevas ilusiones, ese morir un poco, ese volver a la vida, ese verlo todo negro, ese arcoiris en mitad de la tormenta, ese abatirse, ese venirse arriba... En definitiva, ese hermoso don: vivir.


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