30 de mayo de 2015

Relato de tarde

De seis a siete

Cada tarde, de seis a siete, acude a la cafetería de siempre. Consigue sentarse en la mesa que le gusta, la del rincón de la izquierda, al resguardo de una planta artificial de tallos largos y afiladas hojas que apuntan como lanzas hacia el techo. Entre ellas puede observar y pasar inadvertida. En cualquier caso, busca siempre una mesa que la sitúe pegada a la pared, las mesas centrales las evita, aunque estén vacías, pero le gusta ser la mujer del rincón.

La camarera de siempre se acerca con una sonrisa de oreja a oreja. “Hola, rica”, le dice. Le repatea ese rica, pero le devuelve el saludo y la sonrisa. “Un café con leche templada”. “¿Normal o descafeinado?”. “Normal, normal”, lo repite dos veces sin más connotación. La camarera se retira con la misma sonrisa. Sabe que tardará un rato, ha observado cómo lo prepara en más de una ocasión. Es lenta; prepara el platito de manera lenta, pone la taza sobre él de manera lenta, toma un sobre de azúcar de un cajón bajo la cafetera, y lo hace de forma lenta… Todos sus movimientos son lentos, pero no los mueve la desgana, sino una meticulosa atención en cada paso. Concluye con el vertido de la leche, que la bate antes para espumar, sobre el humeante café, y lo sirve sin que la sonrisa se le haya caído de los labios.

La mujer del rincón saca el estuche de las gafas para su presbicia, un libro y el teléfono móvil, y los sitúa encima de la mesa. Luego abre el libro y se parapeta tras él. Mira de reojo y comprueba que la pareja anciana de todas las tardes ocupa la mesa de siempre. Todo el mundo tiene su mesa de siempre en la cafetería de siempre. A ellos sí les gusta sentarse en las mesas del centro. Él lee un periódico mientras ella mira a ninguna parte y da sorbitos a una infusión, como lo haría un robot programado para ello. Él toma café. De vez en cuando, él comenta algo en voz alta y grave que se oye en todo el local, aunque va dirigido a ella, que no gesticula ni emite palabra alguna, sólo da otro sorbo a su infusión. Él se coloca las gafas, que le habían descendido hasta la punta de la nariz, y hace un gesto y un sonido extraño, como si esnifara el aire, en lugar de respirarlo. Ella mantiene sus manos cruzadas sobre el regazo cuando no toma sorbos de su infusión, y, de vez en cuando, mira hacia la calle. Él da por terminada la lectura del periódico, que dobla y deposita sobre la mesa con desaire, como si no hubiese encontrado la noticia que esperaba. Permanecen en silencio, que él rompe de vez en cuando con su vozarrón. Ella apura los últimos sorbitos de su taza, y, entre sorbo y sorbo, recoloca las manos sobre su vientre seco, la una sobre la otra, como si estuviese en un templo sagrado a la espera de misa.

Es él, ese hombre delgado como un palo, de ojos pequeños y gesto concentrado. Lee, o hace como que lee. Se sienta en la mesa del rincón opuesto. Él también observa. Mira a la camarera, lo hace como la mujer del rincón, abstraído en su lentitud. Y algún culo, también se ha dado cuenta la mujer del rincón de que el hombre delgado como un palo mira los culos bonitos, prietos y redondos dentro de un pantalón, pero sin descaro, por breves segundos, y luego vuelve a las páginas de su libro. Otras veces, toma notas en una pequeña libreta, y se lleva el bolígrafo a los labios, y allí lo deja apoyado mientras relee, o mientras piensa. Otras, queda como extasiado, como si escuchase una música que nadie oye salvo él, y al cabo de unos minutos vuelve a su taza de café, o a su libro, o a su libreta. La mujer del rincón no sabe de dónde viene, si reside en esta ciudad o es ave de paso. Lleva meses viniendo por aquí. ¿Estará casado? Puede que sí; lleva una alianza en su mano izquierda. Son largas y huesudas sus manos, grequianas. Son de músico o de orador, de orador que ora con las manos en lugar de su voz. Hay manos que hablan. Sus manos hablan. Las desea. La mujer del rincón desea esas manos sobre su cuerpo. Son manos tersas, livianas, una caricia en sí mismas. ¿Cuántos cuerpos habrán acariciado? ¿Cuántos sexos habrán sentido el placer de su tacto? Él también acude a esta cafetería casi a diario, de seis a siete, como ella y como el matrimonio anciano. No sabe cuándo ni por qué le asaltó este pensamiento: que viene por ella, que existe el deseo incontrolable de encontrarla, a ella, la desconocida del rincón de la izquierda. Y es por eso que la mira por encima de su libro, a hurtadillas, como hace ella. Alguna vez se cruzan las miradas; al principio se rechazaban de inmediato; luego, tras un leve encuentro, cambiaban distraídas la dirección. Ahora, permanecen fijos el uno en el otro, por breves segundos que son eternidades en donde el mundo desaparece, no hay más existencia que ellos, ni más movimiento que los ojos sobre los ojos. A ella también le gusta mirarlo cuando él no la mira, y se adueña de sus gestos, de su respiración, hasta de su pensamiento sin que él lo sepa.

Pasan semanas, meses… El matrimonio anciano sigue ocupando una de las mesas del centro. En la cara de la anciana aflora una mueca que quisiera ser una sonrisa, mientras él masculla, con el mismo vozarrón, pasando las hojas del periódico. Un anciano la mira, desde la mesa contigua, con ojos cansados en donde destella la primavera. Ella le devuelve la mirada mientras recoloca su falda y las manos abiertas sobre su vientre. La mujer del rincón los mira a todos por encima de su libro, luego toma su taza de café mientras mantiene sus ojos fijos en la mesa del rincón opuesto, en donde ya no ve a nadie, haya quien haya. Hace todo ese tiempo que, de seis a siete, el hombre delgado como un palo ya no aparece. El hueco, su hueco, lo ocupan mujeres con charla  ininteligible entre risas y aspavientos con sus manos; otras veces, algún matrimonio joven con un niño llorón; otras, un par de amigos que ríen en animada conversación y se muestran cosas, el uno al otro, en las pantallas de sus móviles.


A cientos de kilómetros de distancia, en otra ciudad, un hombre delgado como un palo ocupa la mesa en un rincón en una cafetería. A ella acude de seis a siete. Observa la prontitud con la que el camarero sirve su café mientras lo vocea desde la barra: "¡Uno con leche para el caballero!". A veces lee, y otras toma apuntes en una pequeña libreta. Apoya el bolígrafo sobre sus labios mientras parece releer. Otras, levanta sus ojos pequeños sobre las páginas y busca la mirada de una mujer. Le distrae algún culo bonito, pero lo justo, para después volver a los ojos de las mujeres. Unos le esquivan, otros le ignoran, para otros pasa totalmente inadvertido, pero él no ceja en su empeño, sabe que algún día llegará esa mujer cuyos ojos se detengan en los suyos, lo tiene comprobado, no falla. Es la tesis en la que lleva trabajando meses, años: la mirada y el deseo. Un par de ciudades más, otro par de miradas a las que despertar el deseo y su trabajo habrá concluido. 


2 comentarios:

  1. Muy bien escrito este relato, espectadora de seis a siete.

    Un saludo Carmen

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