De
seis a siete
Cada tarde, de seis a
siete, acude a la cafetería de siempre. Consigue sentarse en la mesa
que le gusta, la del rincón de la izquierda, al resguardo de una planta
artificial de tallos largos y afiladas hojas que apuntan como lanzas hacia el
techo. Entre ellas puede observar y pasar inadvertida. En cualquier caso, busca
siempre una mesa que la sitúe pegada a la pared, las mesas centrales las evita,
aunque estén vacías, pero le gusta ser la mujer del rincón.
La camarera de siempre
se acerca con una sonrisa de oreja a oreja. “Hola, rica”, le dice. Le repatea
ese rica, pero le devuelve el saludo
y la sonrisa. “Un café con leche templada”. “¿Normal o descafeinado?”. “Normal,
normal”, lo repite dos veces sin más connotación. La camarera se retira con la
misma sonrisa. Sabe que tardará un rato, ha observado cómo lo prepara en más de
una ocasión. Es lenta; prepara el platito de manera lenta, pone la taza sobre
él de manera lenta, toma un sobre de azúcar de un cajón bajo la cafetera, y lo
hace de forma lenta… Todos sus movimientos son lentos, pero no los mueve la
desgana, sino una meticulosa atención en cada paso. Concluye con el vertido de
la leche, que la bate antes para espumar, sobre el humeante café, y lo sirve
sin que la sonrisa se le haya caído de los labios.
La mujer del rincón
saca el estuche de las gafas para su presbicia, un libro y el teléfono móvil, y
los sitúa encima de la mesa. Luego abre el libro y se parapeta tras él. Mira de
reojo y comprueba que la pareja anciana de todas las tardes ocupa la mesa de
siempre. Todo el mundo tiene su mesa de siempre en la cafetería de siempre. A
ellos sí les gusta sentarse en las mesas del centro. Él lee un periódico
mientras ella mira a ninguna parte y da sorbitos a una infusión, como lo haría un robot programado para ello. Él toma café. De
vez en cuando, él comenta algo en voz alta y grave que se oye en todo el local,
aunque va dirigido a ella, que no gesticula ni emite palabra alguna, sólo da otro
sorbo a su infusión. Él se coloca las gafas, que le habían descendido hasta
la punta de la nariz, y hace un gesto y un sonido extraño, como si
esnifara el aire, en lugar de respirarlo. Ella mantiene sus manos cruzadas
sobre el regazo cuando no toma sorbos de su infusión, y, de vez en cuando, mira hacia la calle. Él da por terminada
la lectura del periódico, que dobla y deposita sobre la mesa con desaire, como
si no hubiese encontrado la noticia que esperaba. Permanecen en silencio, que
él rompe de vez en cuando con su vozarrón. Ella apura los últimos sorbitos de
su taza, y, entre sorbo y sorbo, recoloca las manos sobre su vientre seco,
la una sobre la otra, como si estuviese en un templo sagrado a la espera de
misa.
Es él, ese hombre
delgado como un palo, de ojos pequeños y gesto concentrado. Lee, o hace como que
lee. Se sienta en la mesa del rincón opuesto. Él también observa. Mira a la camarera,
lo hace como la mujer del rincón, abstraído en su lentitud. Y algún culo,
también se ha dado cuenta la mujer del rincón de que el hombre delgado como un
palo mira los culos bonitos, prietos y redondos dentro de un pantalón, pero sin
descaro, por breves segundos, y luego vuelve a las páginas de su libro. Otras
veces, toma notas en una pequeña libreta, y se lleva el bolígrafo a los labios,
y allí lo deja apoyado mientras relee, o mientras piensa. Otras, queda como
extasiado, como si escuchase una música que nadie oye salvo él, y al cabo de
unos minutos vuelve a su taza de café, o a su libro, o a su libreta. La mujer
del rincón no sabe de dónde viene, si reside en esta ciudad o es ave de paso.
Lleva meses viniendo por aquí. ¿Estará casado? Puede que sí; lleva una alianza
en su mano izquierda. Son largas y huesudas sus manos, grequianas. Son de
músico o de orador, de orador que ora con las manos en lugar de su voz. Hay
manos que hablan. Sus manos hablan. Las desea. La mujer del rincón desea esas
manos sobre su cuerpo. Son manos tersas, livianas, una caricia en sí mismas.
¿Cuántos cuerpos habrán acariciado? ¿Cuántos sexos habrán sentido el placer de
su tacto? Él también acude a esta cafetería casi a diario, de seis a siete,
como ella y como el matrimonio anciano. No sabe cuándo ni por qué le asaltó
este pensamiento: que viene por ella, que existe el deseo incontrolable de encontrarla,
a ella, la desconocida del rincón de la izquierda. Y es por eso que la mira por
encima de su libro, a hurtadillas, como hace ella. Alguna vez se cruzan las miradas;
al principio se rechazaban de inmediato; luego, tras un leve encuentro, cambiaban
distraídas la dirección. Ahora, permanecen fijos el uno en el otro, por
breves segundos que son eternidades en donde el mundo desaparece, no hay más
existencia que ellos, ni más movimiento que los ojos sobre los ojos. A ella
también le gusta mirarlo cuando él no la mira, y se adueña de sus gestos, de su
respiración, hasta de su pensamiento sin que él lo sepa.
Pasan semanas, meses… El
matrimonio anciano sigue ocupando una de las mesas del centro. En la cara de la
anciana aflora una mueca que quisiera ser una sonrisa, mientras él masculla,
con el mismo vozarrón, pasando las hojas del periódico. Un anciano la mira,
desde la mesa contigua, con ojos cansados en donde destella la primavera. Ella
le devuelve la mirada mientras recoloca su falda y las manos abiertas sobre su
vientre. La mujer del rincón los mira a todos por encima de su libro, luego
toma su taza de café mientras mantiene sus ojos fijos en la mesa del rincón
opuesto, en donde ya no ve a nadie, haya quien haya. Hace todo ese tiempo que,
de seis a siete, el hombre delgado como un palo ya no aparece. El hueco, su
hueco, lo ocupan mujeres con charla
ininteligible entre risas y aspavientos con sus manos; otras veces,
algún matrimonio joven con un niño llorón; otras, un par de amigos que ríen en
animada conversación y se muestran cosas, el uno al otro, en las pantallas de
sus móviles.
A cientos de kilómetros
de distancia, en otra ciudad, un hombre delgado como un palo ocupa la mesa en
un rincón en una cafetería. A ella acude de seis a siete. Observa la prontitud
con la que el camarero sirve su café mientras lo vocea desde la barra: "¡Uno
con leche para el caballero!". A veces lee, y otras toma apuntes en una pequeña
libreta. Apoya el bolígrafo sobre sus labios mientras parece releer. Otras,
levanta sus ojos pequeños sobre las páginas y busca la mirada de una mujer. Le
distrae algún culo bonito, pero lo justo, para después volver a los ojos de las
mujeres. Unos le esquivan, otros le ignoran, para otros pasa totalmente
inadvertido, pero él no ceja en su empeño, sabe que algún día llegará esa mujer
cuyos ojos se detengan en los suyos, lo tiene comprobado, no falla. Es la tesis
en la que lleva trabajando meses, años: la mirada y el deseo. Un par de
ciudades más, otro par de miradas a las que despertar el deseo y su trabajo
habrá concluido.
Muy bien escrito este relato, espectadora de seis a siete.
ResponderEliminarUn saludo Carmen
Gracias por leer, Raúl.
ResponderEliminarAbrazos