2 de junio de 2015

Ecuador

Junio. Pasan los días, que al final son años... El tiempo y su latido piel adentro, un latido que no ignoro que camina, a veces lento, a veces como un caballo desbocado, hacia ese otro tiempo, postrímero y, espero, aún lejano.

Como lejos queda ya enero y su amenaza disipada. Triunfo, al fin, de una esperanza palpitante, como el corazón de primavera que en todos los inviernos late, que Gibran evocaba en sus versos. Y qué bueno poderlo celebrar, y liberar ese aliento detenido mientras persiste la duda, y desinflarse, y dejar que fluya esa lágrima contenida que, al final, brota en señal de alegría. Llorar de alegría: ese llanto solo es posible con los años, cuando esa alegría evoca al dolor vencido, y en ese cóctel de emociones surge esa lágrima sanadora, ese llorar de felicidad. 

A la postre, en la vida impera el deseo de normalidad, de quejarse del calor y del frío, de lo insustancial de lo cotidiano, de esas pequeñas batallas con el quisquilloso vecino del piso de abajo, del roce con el compañero de trabajo, o la eterna lucha para que mis insumisas adolescentes recojan el baño tras la ducha y pongan un poco de orden en su cuarto. Qué anhelo de esas luchas, de la rutina y el trajín diario, cuando la amenaza de la vida nos abraza de nuevo. Y así fue con el hallazgo de ese tumor en la cabeza de mi siamesa, detectado en diciembre, y la inquietud a la espera de los resultados de cada prueba que arrojase luz. Y la luz llegó cuando un neurocirujano pronunció las palabras mágicas: Está ahí, dormido. Posiblemente ha estado ahí siempre. Y si él no se mueve, mejor no tocarlo.

La vida nos enfrenta a la muerte, es este un dúo inseparable. En mi profesión, a la enfermedad a diario, y a la muerte de allá para cuando. Tal vez es esa familiaridad con la muerte, y lo que conduce a ella, la que te enseña a guardar la prudente distancia para sentirla ajena, que sea su presencia un dolor que no te pertenece, evitable. Tal vez sea ese el exceso de frialdad que, a veces, se le critica a ese médico que nombra el cáncer sin reparos, que suelta el diagnóstico como un tiro en la nuca a sangre fría, y habla de la esperanza de vida y del deterioro que está por venir como si se tratase de una charla de jardinería. Esos escudos del alma: aparente indiferencia, frialdad, normalidad... Esa ausencia de calor o de afecto en unas manos que permanecen cruzadas o con un bolígrafo entre ellas, en una boca que mantiene su línea recta, en unas cejas que no se arquean.

Pero sucede que cuando tienes que nombrarla para referirte a uno de los tuyos, la barbilla se vuelve trémula, las manos buscan apoyarse en otras manos, sellar lazos, aunar deseos y esperanzas, como si con eso surgiese una fuerza irrefrenable capaz de vencerlo todo. Y te asalta el miedo a lo que vendrá, o al peor de los desenlaces... Sí, todo eso se agolpa en la cabeza, y nos aborda a lo largo del día aunque nos empeñemos en apartarlo con un gesto con la mano, como si se tratase de una mosca. Entonces, todas las perspectivas cambian: lo que es o no importante; el tiempo, en el que de repente sólo importa cada día, y que se vaya resolviendo lo que está entre manos: que vayan llegando las fechas, las pruebas, los resultados... y todo tenga un buen pronóstico, que es el eufemismo, en lenguaje técnicosanitario, de la palabra esperanza. Y todo quedó ahí, en ese susto, aunque todo esté ahí, tan profundamente dormido. Y es que queda tanto por vivir, a pesar de ser ya tanto lo vivido.

Se va una primavera seca, en la que apenas si se ha fatigado la pupila con el efímero verdor de los campos, con el rojo de las amapolas y el violeta de la lavanda meciéndose en las cunetas. Una primavera sin lluvia es como ese lecho al que nunca se le cambian las sábanas, un concentrado de humores que pide con urgencia ser aireado, purificado. Una sábana blanca ondeando al sol en un patio encalado, y un campo salpicado de florecillas silvestres y de rojas amapolas, esa es la primavera de mis pocos años encaramada a hombros de mi padre, cuando regresaba de sus faenas del campo. Esta primavera me ha mostrado a mis dos ancianos padres arrugados, dependientes, de hombros gachos y estrechados por los años que ya no pueden izar ni sostener infancias. Mis dos amados animales inconsolables, que escribió Saramago. Y aunque mi mirada sobre ellos siempre será la de esa niña oteando el horizonte sobre los fornidos hombros del padre, he aquí ese giro que me pone por delante, con el testigo ya en mano y sin poder echar a correr porque aún está asido en la otra parte. 

En este mayo recién acabado he cumplido años. Ya van unos cuantos. ¿Mi ecuador? He decidido que sí, que para llevar a cabo todo lo que me resta por hacer (que al cabo es vivir), tengo que doblar años, y voy sin prisa. He decidido que la vida me lo debe, para compensar tragos. Pero no lo hago por mí, lo hago por ella, que aunque no me lo ha pedido, estoy en deuda; le debo igualmente mucho tiempo perdido, tantos latidos al aire, otros tantos sin sentido... Días anodinos, meses de absurdas esperas, de señales equivocadas, de mi propio engaño. Aunque cada vez me convenzo más de que no hay tiempos perdidos, de que todo pasa por algo, de que algún día, como dice Peter Cameron en el título de una de sus novelas, todo este dolor nos será útil y habrá servido para algo.




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