6 de agosto de 2015

El empujoncito

Doña Dolores era un personaje antipático. Su cara plana y su gesto agrio eran de por sí un rechazo. Su atuendo de maestra de los años cincuenta también: falda recta por debajo de las rodillas y chaqueta a juego, de sobrios colores, siempre liso. Abrigos largos en invierno, con estilo, y caros. Las camisas impolutas y delicadas, en color blanco o beige. Un pañuelo de seda anudado al cuello, sin estación de año. Pelo corto y cardado, rubio natural entreverado con algunas canas. Piernas delgadas, sin músculo, de piel fina y blancuzca en donde se adivinaban los hilos azulados de sus venas. Manos inmaculadas, de uñas bien cuidadas, y una sortija sin compromiso en el dedo anular de su mano izquierda. Profesora de Historia, conocedora exquisita del arte egipcio, pero sus clases eran aburridas, desapasionadas y agrias como su gesto y la línea horizontal de sus finos labios pintados de un rosa discreto. Su voz sin altibajos era pura ausencia de emociones. Despreciaba nuestra incultura, y siempre nos miraba, con sus redondos ojos de sapo tras unas enormes gafas cuadradas, con una mueca entre la burla y el asco. Nunca saludaba al entrar ni al salir de clase. Tampoco parecía tener como objetivo despertar en nosotros el interés por la materia, simplemente llegaba e impartía sus clases, y a veces preguntaba, para constatar nuestra ignorancia y también nuestro desinterés. Jamás le tembló la mano para poner un cero en un examen, bien merecido por otra parte. Daba la impresión de que aquel ser no tenía corazón. Era la profesora indeseable, el hueso, la caraplato, la carapedo...

Fue mi profesora en esa materia en tercero de BUP. Aprobé en junio, por los pelos. Cuatro años después, tras abandonar los estudios y volverlos a retomar, también fue mi profesora en COU. Aquel año fue complicado, todas las energías las destiné a las asignaturas de Francés y Latín, que tras cuatro años sin entrar en materia era como empezar de nuevo sobre ellas. Opté por dejar la asignatura de aquella desagradable profesora para septiembre. Corría el año ochenta y ocho, y el verano  terminó como jamás hubiese imaginado que podrían terminar aquellos meses apacibles, tras haber dejado atrás una de esas batallas personales con la vida que nos absorben la energía vital. La vida parecía encararse de nuevo hacia horizontes abiertos, y entonces sucedió aquello. Y me presenté a aquel examen sin haber hojeado ningún libro, y vestida de negro riguroso (obligada por la absurda costumbre, contra la que no tardé en rebelarme y abandonar).

Aquella mujer, con su rostros hierático, se paseaba por los pasillos de clase y paró frente a mi mesa. Mi mano escribía tres líneas y se paraba, dubitativa, esperando a que el saber apareciese por algún milagro de ciencia infusa. ¿Le sucede algo?, me dijo (ella siempre nos trataba de usted). Nada, respondí. Va usted de negro (supongo que ese color, inconscientemente, también lo vestía mi cara y mi gesto), apuntó ella. Y entonces dije que mi hermano había muerto la semana anterior. Ella no dijo nada, se dio la vuelta, se dirigió a su mesa y tomó asiento. Sentí su mirada clavada en mí a lo largo de los minutos que tardé en hacer aquel examen. Lo entregué a sabiendas de que era un suspenso. Cuando recogí las notas, dos días después, era un aprobado.

Muchas veces me he acordado de esa mujer, de aquel gesto suyo que significaba de alguna manera mi rescate, estar suspendida de un único cabo que ella tenía el poder de cortar o de tirar de él hacia arriba. Sentí el impulso de buscarla en la sala de profesores para darle las gracias. No lo hice. La he visto después, de tarde en tarde por el parque, ya jubilada, imagino (o puede que no, en esas edades todo lo que nos supera en años nos parece viejo), paseando del bracete a una anciana mujer que se parece a ella, a la que el tiempo ha doblegado tanto que parece enrollarse sobre sí misma. No mira, o si mira da la impresión de que no ve. Esta mañana la he vuelto a ver, sentada en una cafetería, esta vez acompañada de un hombre, que presupongo algún sobrino, o hermano, por el parecido físico. La miro por breves instantes y continúo mi camino, como entonces pude continuar, gracias a ella, el marcado en mis objetivos. 

A lo largo de la vida hay cruces de caminos que son decisivos. Todos nos son útiles con el tiempo. Unos, desde el dolor, hunden esos principios elementales del alma, que canta Amancio Prada, y nos hacen replantearnos ciertos valores en nuestra vida. Otros, inesperadamente son el empujocito necesario, un balón de oxígeno, un soplo de vida, no esperan agradecimiento, y, además, vienen de quien menos te lo esperas. 



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