28 de agosto de 2015

Ya no me acuerdo...

¿Te acuerdas, mamá, de cuando nos cepillábamos los dientes juntas?, pregunta mi pequeña adolescente. ¡Pues claro que me acuerdo!, le respondo. ¿Y por qué dejamos de hacerlo? Y esta vez la pregunta no parecía estar dirigida a mí, sino a ella misma, con los ojos vagando por ninguna parte y la expresión de incertidumbre en su cara. Acaba de darse cuenta de cómo se escurre la niñez, sin saber, sin poder evitarlo, como el agua se escurre entre los dedos que esa mano que quiere ser vaso. 


Ya no me acuerdo quién y por qué se decidió tapiar la escalera que subía a la azotea. Me acuerdo de que, tras la comida, en la sagrada hora de la siesta, profanaba su quietud y subía de puntillas por aquella escalera, saltaba los bajos muros de la azotea y me encaramaba a los tejados como los gatos. Cuando llegaban las lluvias, siempre aparecía alguna gotera porque las tejas seguro habían sido  descolocadas por la ventisca de alguna tormenta, colegía mi padre juiciosamente. Aquella temeridad de recorrer tejados bajo el sol del verano era la libertad, guardar silencio era su precio.

Ya no me acuerdo de por qué dejé de pasear en bici por la carretera de Daimiel. Me acuerdo de que, al caer de la tarde, subía en la vieja bicicleta del abuelo Eugenio, una reliquia de mediados del siglo XX, enorme y pesada, y me dejaba llevar por la leve inclinación de aquella carretera que serpenteaba sinuosa por la llanura manchega, en donde las viñas trazaban largas hileras de frondosos sarmientos que se tanteaban a lo largo del líneo y terminaban entrelazados en el horizonte como unas manos que ávidas se buscan y al fin se encuentran. Detenida en el kilómetro seis, contemplaba la puesta de sol. Luego tocaba regresar, y entonces se templaban las piernas para vencer aquella fuerza a la que antes me había había abandonado sin necesidad de dar pedales. Aquel inmenso placer requería luego de aquel sacrificio.

Ya no me acuerdo de por qué dejé de pintarme las uñas con los pétalos de las flores de los geranios. Me acuerdo de que así lo hacíamos mi hermana y yo, con los geranios del patio de la abuela Juana, de cielo abierto, una frondosa parra que daba sombra en el verano, paredes encaladas y azuladas, en donde se iluminaban los verdes de las pilistras, los rojos de los geranios y claveles, y los amarillos y blancos de los rosales. La abuela Teodora no era amante de los patios con flores. El patio de esta era cuadrado, techado y oscuro, lleno de útiles de labranza y un botijo. La de botijos que se rompieron entre juegos y empujones por querer ser el primero en saciar la sed.

Ya no me acuerdo de cuándo dejé de cantar por el placer de cantar. Me acuerdo de un cancionero con notas de guitarra para principiantes: Perales, Victor Manuel, Franco Battiato, Serrat, Françoise Hardy... Tous les garçons et les filles de mon âge se promènent dans la rue deux par deux... Do, la, re, SOL... Cejilla en el segundo traste.

Y no existió motivo para dejar de hacer aquello, como tantas otras que se dejan ir o se pierden con el paso del tiempo. Simplemente un día ya no se hacen, o se sustituyen por alguna obligación. Se relegan para dejar paso a otras que nos apremian y nos roban el tiempo del juego, del ocio, de la risa, de la imaginación y de la tentación de lo temerario...

Un día ya no te acuerdas de cuándo fue que dejaste de jugar a la comba, y de buscar huevos en los nidos, y de hacer silbatos con los tallos verdes de los centenos, y de buscar cigarras entre los troncones de los olivos aún a riesgo de encontrar un avispero, y de pasear en bici, y de echar el vaho en los cristales de las ventanas y de los espejos para dibujar aviones con el dedo. Ni de por qué dejaste de ir al cine los jueves con los amigos, ni de echar la partida de ajedrez con tu hermana, ni de lavarte los dientes con tu hija pequeña frente al espejo... Un día ya no te acuerdas de por qué dejaste de hacer aquellas pequeñas cosas que te hacían feliz. Un día, cuando para ti ya no sirva de nada preguntarse, te gustaría decirle a quien amas que no deje de hacer esas cosas con las que se sienta feliz.




1 comentario:

  1. El tributo a pagar por hacerse adulto es el abandono de aquello que nos hace sentir como niños, y se nos pone cara de estaca, que es la cara de la muerte.
    La vida es un suspiro, suspiremos de gozo y no de añoranzas.

    Felicidades por el blog

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