29 de noviembre de 2015

La foto

Caminaba hacia la plaza Cervantes en dirección al parque de Gasset. El otoño ya es manifiesto entre los árboles, y es el único lugar en esta ciudad en donde se puede apreciar cómo rutila el ocre oxidado entre las ramas, merced a los últimos rayos de luz que se cuelan entre las asimetrías de los edificios, como afilados cuchillos que tarazan la tarde. Aunque hacía sol, un ligero viento enfriaba la última hora de luz, pero ha sido posible, al resguardo de un banco cercano a la Talaverana, contemplar el vals de las hojas en su lenta pero incesante caída hacia el suelo. 

En el trayecto hasta la plaza, la foto de un escaparate ha llamado mi atención: una enorme ampliación en la que dos novios corrían por un sendero cubierto por arcos de plantas trepadoras (o enredaderas) de un intenso verdor; ella, con el vestido blanco recogido y su velo ondeando al viento; él, con una zancada de atleta contenida por su traje de pingüino, y una flor en la solapa. Ambos radiantes, con una sonrisa radiante, en un idílico paisaje de luz radiante. Una sobredosis de felicidad, a veces tan letal como la de la heroína, pero mucho más sutil, porque esta va hundiendo su daga de desencanto a medida que se va diluyendo en el tiempo. 

Cuantas sonrisas de amor encierran (¿entierran?) los álbumes de reportajes de bodas. Cuanta exaltación de dicha, cuantas miraditas y posturas así o asá cuando todo está aún por suceder, cuando el pulso con el amor (el de verdad, no el que nos vende una religión o una sociedad, sino el que requiere generosidad para poder crecer humanamente juntos, y que esa carrera por un jardín idílico no termine siendo una brecha insalvable en direcciones contrarias), decía, cuando ese pulso aún no se decanta a izquierda o a derecha, está centrado o se mueve en punto muerto por una sutil cuesta abajo sin más esfuerzo que dejarse llevar. Qué ingenuidad y despreocupación cuando todo está en el punto de partida, en la "idealidad", cuando la balanza aún no sopesa reproches, soledades y vacíos. 

En la época de mis padres, sólo unas pocas fotos (ahora retorcidas o agrietadas en los cajones) recogían aquel momento, que más que felicidad, muestra caras de incertidumbre. Eran otros tiempos, otras costumbres y otra experiencia de vida. Pero hay una foto, en su luna de miel (ignoro su autor porque ellos no tenían cámara propia, tal vez se estilaba un fotógrafo por los alrededores del Retiro que se ganaba la vida haciendo fotos a las parejas de recién casados. Esto es elucubrar), en la que aparece mi madre, con su aire tímido de mujer que nunca había salido más allá de las calles de un pueblo, y un bonito vestido que marcaba su estrecha cintura de entonces, de cuello de barco y manga francesa, y que, años más tarde y con la fotografía en mano, llevé a una modista y le pedí que me hiciese uno igual. Mi padre, trajeado y sin corbata, con su brazo derecho abarcándola por los hombros y acercándola hacia sí, con cara de hombre orgulloso y feliz. Siempre he reparado en esa foto, en la que ambos paseaban así, abrazados, antes de que nada hubiese sucedido todavía. 

Qué bueno que vayan pasando los años, y esa carrera de la pareja de la foto sea el paso lento de dos ancianos que se han amado juntos, que han amado por separado, que han vivido juntos, que han vivido por separado, que han sido generosos el uno con el otro, que han respetado el espacio vital necesario para no sentir la vida como una imposición ni una frustración, que han sido pilar en el momento de abatimiento del otro, que han acariciado cada arruga y peinado cada cana del otro, que han sido presencia, camino y proyecto en una misma dirección. Qué fantástica sería esa postrera foto.


No hay comentarios:

Publicar un comentario