16 de septiembre de 2016

La confianza



Solía salir por la ciudad en busca de ellas, de palomas heridas por alguna pedrada o el desgarro de alguna de sus alas con algún cable en un desafortunado vuelo. Debilitadas, siempre las encontraba en algún rincón, a pata coja y con el ala arrastra por el suelo, entre la porquería de bolsas de chucherías, colillas y restos de hojas secas. Las tomaba entre las dos manos, y buscaba con su índice  el agitado corazón del animal, para sentir el miedo ajeno palpitando entre los dedos. Eso provocaba en el suyo el mismo efecto, como una descarga de adrenalina que le aumentaba el ritmo hasta la taquicardia. Le gustaba experimentar ese instante de común agitación, para después ir serenándose lentamente. Era uno de sus ejercicios de autocontrol.

Las acariciaba y las acercaba a su mejilla, les prodigaba arrumacos y les susurraba. Luego, las introducía en una especie de jaula y las llevaba a su casa, a las afueras de la ciudad. Allí, en un cuarto convertido en palomar, vendaba sus patas y recomponía aquellas alas inservibles para el vuelo. Les ponía comida, les acariciaba el fino plumaje de su cuello, y también les ponía nombre. Se afianzaba aquella relación de dependencia entre el animal herido y su sanador. Crecía día a día su confianza, hasta comer en las palmas de sus manos. Cuando eso sucedía, él hinchaba su pecho con una profunda satisfacción mientras sentía el picoteo, casi hiriente pero inmensamente placentero, de las aves en sus manos.


Llegado el momento en el que las heridas habían sanado por completo, llevaba a cabo el mismo ritual. Había llegado el momento de comprobar si eran capaces de volar solas, de remontar su vuelo hacia el cielo tras la herida. Había que comprobar si, además de las heridas, se había reparado la confianza en su propio instinto de volar. Y así, las ponía, una a una, en la ventana abierta de par en par y las animaba a lanzarse al vacío. Algunas dudaban, pero bastaba un leve empujón de su sanador para saltar al vacío y abrir las alas. Por un momento, parecía un vuelo atropellado, descoordinado, como si las alas no respondiesen a la orden de batirse y buscar las corrientes de aire favorables. Temía que cayesen de bruces y volviesen a lastimarse, y hubiese que comenzar de nuevo el arduo proceso de darles confianza. Pero el instinto animal se impuso, y las alas comenzaron a agitarse con destreza y a tomar altura. No terminaban de alejarse, como si con su cercano vuelo mostrasen su agradecimiento. Él las observaba por breves segundos. Después, entraba al cuarto, rebuscaba en un viejo baúl, sacaba la escopeta de caza y, de nuevo en la ventana, las abatía una por una.

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