Solía salir por la
ciudad en busca de ellas, de palomas heridas por alguna pedrada o el desgarro
de alguna de sus alas con algún cable en un desafortunado vuelo. Debilitadas,
siempre las encontraba en algún rincón, a pata coja y con el ala arrastra por
el suelo, entre la porquería de bolsas de chucherías, colillas y restos de hojas secas.
Las tomaba entre las dos manos, y buscaba con su índice el agitado corazón del animal, para sentir el
miedo ajeno palpitando entre los dedos. Eso provocaba en el suyo el mismo
efecto, como una descarga de adrenalina que le aumentaba el ritmo hasta la taquicardia. Le
gustaba experimentar ese instante de común agitación, para después ir
serenándose lentamente. Era uno de sus ejercicios de autocontrol.
Las acariciaba y las
acercaba a su mejilla, les prodigaba arrumacos y les susurraba. Luego, las
introducía en una especie de jaula y las llevaba a su casa, a las afueras de la
ciudad. Allí, en un cuarto convertido en palomar, vendaba sus patas y
recomponía aquellas alas inservibles para el vuelo. Les ponía comida, les
acariciaba el fino plumaje de su cuello, y también les ponía nombre. Se
afianzaba aquella relación de dependencia entre el animal herido y su sanador.
Crecía día a día su confianza, hasta comer en las palmas de sus manos. Cuando
eso sucedía, él hinchaba su pecho con una profunda satisfacción mientras sentía
el picoteo, casi hiriente pero inmensamente placentero, de las aves en sus
manos.
Llegado el momento en
el que las heridas habían sanado por completo, llevaba a cabo el mismo ritual.
Había llegado el momento de comprobar si eran capaces de volar solas, de
remontar su vuelo hacia el cielo tras la herida. Había que comprobar si, además
de las heridas, se había reparado la confianza en su propio instinto de volar. Y
así, las ponía, una a una, en la ventana abierta de par en par y las animaba a
lanzarse al vacío. Algunas dudaban, pero bastaba un leve empujón de su sanador
para saltar al vacío y abrir las alas. Por un momento, parecía un vuelo
atropellado, descoordinado, como si las alas no respondiesen a la orden de
batirse y buscar las corrientes de aire favorables. Temía que cayesen de bruces
y volviesen a lastimarse, y hubiese que comenzar de nuevo el arduo proceso de
darles confianza. Pero el instinto animal se impuso, y las alas comenzaron a
agitarse con destreza y a tomar altura. No terminaban de alejarse, como si con
su cercano vuelo mostrasen su agradecimiento. Él las observaba por breves
segundos. Después, entraba al cuarto, rebuscaba en un viejo baúl, sacaba la
escopeta de caza y, de nuevo en la ventana, las abatía una por una.
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