La
abuela es pequeña y redonda. Si la toco con un dedo, su piel se hunde como un
globo lleno de agua. Miro a la abuela mientras se afana en contar los puntos
enanos de ganchillo con la lengua entre con los labios, y su tez me parece una
cáscara de nuez. Se sienta al sombraje de una parra, en una silla baja de enea
que parece hecha a su medida, para que no le cuelguen sus cortas piernas y
diminutos pies, anchos como una tabla e hinchados por el calor y un débil
corazón. Su pelo es blanco amarillento, largo y áspero como las crines de un
mulo.
La
veo peinarse frente al espejo que pende de una cuerda en el patio. Primero lo
desenreda con un cepillo, y cuando ya no tiene ni un solo nudo, se pasa el
peine mojado en agua desde las sienes hasta la nuca. Luego, con sus manos
impregnadas de jabón, lo fija sobre su cabeza y va bajando a lo largo de toda
la cola, que enreda entre su dedo índice hasta formar un gran bucle. Cuando
consigue darle forma, se lo recoge en una coleta, y, con mucha destreza,
enrolla el enorme tirabuzón alrededor de la atadura hasta conseguir un moño simétrico
que fija con unas cuantas horquillas. Después, vuelve a pasar sus manos húmedas
de agua hasta asegurarse que no queda ni un pelo suelto.
La
abuela me parece siempre igual de vieja. Me parecía igual de vieja, cuando yo
tenía siete años y ella no había cumplido aún los cincuenta y cinco, que ahora,
en este retrato de la memoria de cuando era vieja de verdad. Lleva la misma
falda negra, el mismo jersey negro de punto y el mismo mandil negro con rayas
grises. Tal vez haya encogido un poco
más, porque la ropa parece quedarle grande; se le escurren las costuras de los
hombros, y las faldas parecen llegarle tres o cuatro centímetros más abajo. La
ropa cuelga sobre su piel, como su piel se cuelga de sus huesos.
El
espejo de la abuela no tiene marco, es un pedazo que procede de la luna de
espejo de un mueble viejo. Una pieza de puzle que ya no encaja en ningún sitio,
un ripio de reflejos sobre el que se dibujan hebras que parecen lágrimas de
sangre y que parten el rostro en profundas cicatrices. Está siempre lleno de
cagadas de moscas y sujeto a un clavo por una cuerda. Nadie se molesta en
limpiar ese espejo, todo el que se mira en él parece acostumbrado a verse tarazado,
como una herida incurable e indolora, mientras se peina o se afeita o se pasa
la toalla por la cara.
La
abuela cuenta puntos de enano en una puntilla de ganchillo, sentada en una
silla baja a la sombra de la parra de un patio. Sólo el espejo retiene y
vela su historia muda, como un grito ahogado.
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