SEMBLANZA DE UNA TARDE MADRILEÑA
EN EL MUSEO LÓPEZ-VILLASEÑOR DE CIUDAD REAL
Por: José Javier Manzanera.
No es Ciudad
Real la más bella de las ciudades de España. A este otro poblachón manchego no lo adecentaron los
austrias ni los borbones, como tuvieran a bien hacerlo con Madrid. Tampoco llegó
aquí muy generosa la plutocracia decimonónica, a dejar su engolada grandeza, y, pese a las tímidas intervenciones
arquitectónicas de la pequeña burguesía local, vino a ser finalmente el
plebeyo urbanismo del más zafio desarrollo tardofranquista el que
terminó por modernizarla implacablemente, violando de paso casi toda la quijotesca belleza virginal de aquella
extremadura castellana de caballeros de frontera, curas poderosos y recios
campesinos repobladores, para trasformarla, por fin, en esta provinciana ciudad dinámica y alegre del sur
de la Unión Europea
que hoy quiere ser, y a la que –todo sea dicho- puede acercarse un
pinacómano madrileño, quizás aburrido ya del Reina Sofía, en sólo una hora de
AVE y cinco minutos de taxi, lo que
contribuye, decisivamente, a cuajar la sensación –si no fuera por la
distinguida elegancia de las damas manchegas- de haberse trasladado aquel
madrileño aburrido de la oferta cultural oficialista a pasar la tarde a Getafe
o a Alcorcón. Por lo demás – y siempre para quien sabe buscar- Ciudad Real
está llena de tesoros ocultos; y no quiero referirme sólo a los de sus
bellísimas mujeres, ni a las delicadezas de su gastronomía o de su más reservada
vinoteca; lo que ya sería bastante, por ser sincero, para amortizar con creces
un billete de ida y vuelta. Mas es en otro de sus tesoros, tan púdicamente
escondidos, en el que quisiera embriagarme hoy para brindar al lector –que quizá
este aburrido leyéndome en algún incómodo asiento de ocurrente diseño en la
oligofrénica ampliación del Reina Sofía- un armónico y encantado cofre
arquitectónico del siglo XV repleto de gemas alquímicas de la más alta pintura
española del siglo XX. Casi nada.
Junto a una interesante
Catedral del gótico más tardío –gótico casi agonizante hacia el barroco- que
cierra majestuosa una amplia plaza ajardinada y flanqueada de variopintos
edificios plebeyos y burgueses –algunos horrorosos-, es casi estéticamente
obligado toparse con un singular caserón, cuya elegante sobriedad evoca inevitablemente a la hidalguía más rancia de
aquella inviolada Castilla. Fue, al parecer, este cortijo urbano la finca
solariega de aquel que fuera héroe de las guerras contra moros en el siglo XV, don Hernán Pérez del Pulgar, apodado en la más ancha Castilla “El de las
Hazañas”. Hoy sería probablemente un tipo socialmente incorrecto, casi un
impresentable. Mas hoy también la heráldica caballeresca es mero ribete ya para
ese quizá único modo de grandeza verdadera que aun sobrevive socialmente
pese al absolutismo del dinero, y que no
es otra que la del conocimiento y el Arte. Sus bodegas,
caballerizas, alcobas y despensas,
balconadas y salones, soleados y
frescos patios, y hasta el noble torreón
de esta casona hidalga perfectamente restaurada, se han trasformado
todos –como por hazaña quizá del
cervantino Mago Montesinos- en salas y galerías de una de las pinacotecas de
culto más serias de España (esta esperpéntica extremadura financiera y política
de Europa). Fue aquí donde un excepcional poeta de la pintura depositó el
legado inmaterial de una vida consagrada a la alquímica tarea de asediar la Realidad. Y dicen las
largas lenguas que fue precisamente este ilustre manchego, de nombre Manuel López-Villaseñor ,
quien enseñó a pintar membrillos a ese otro de Tomelloso, quizá hoy incluso
demasiado ilustre, y de nombre Antonio López García. Vieja polémica de eruditos y
de sectas de marchantes. Chismes de manchegos. No pareciendo dudoso el
contrastado hecho de que ambos grandes pintores se influyeran (basta
recordar sobre esto la anécdota de un Le
Corbusier dando la espalda a El Escorial para evitar que Herrera pudiera
influirle) está por discernir –y quizá nunca se consiga
satisfactoriamente- quien de ambos
geniales pintores realistas tuvo
mayor ascendiente sobre quien: “El único al que alguna vez he seguido... ”, se sinceró un día el de Tomelloso –cuando
ya volaba con las alas seráficas de la gloria- en una dedicatoria privada, poco
antes de morir Villaseñor en la madrileña villa de Torrelodones (1996). Porque
algo al menos si es seguro en este viejo pleito de manchegos: de lo que no cabe
la menor discusión es sobre cual de los
dos pintores geniales había de caer en vida la palma –a menudo amarga y
envenenada por los colosales intereses financieros- de la gloria internacional.
Pero es que tras regalarse uno el ánimo con la magnífica película de Víctor
Erice “El Sol del Membrillo” –tan reveladora por sus mensajes como por
sus silencios- es prudente siempre escarbar en la filmoteca del mismo amigo
progre que te la prestó para dejarse regalar –ahora también la inteligencia-
con otro grande de nuestro cine como lo es mi paisano, el salmantino y alumbrado Basilio Martín
Patino, y con aquella ilustradora película –exhaustiva en su crítica de la
cultura- titulada “La
Seducción del Caos”. Se alumbran con ello no pocas
cosas obscuras de La Mancha.
Nuestro alquimista pintor –que,
por lo demás, fue durante casi treinta años Catedrático en la madrileña Escuela
de Bellas Artes de San Fernando- también tuvo sus horas de brillo en las
galerías, en las prestigiosas muestras internacionales, en los grandes premios,
en las afamadas bienales, en las selectas colecciones privadas y en los salones
del gran mundo; más al final de sus largos años de intachable caballería
andante un enigmático proceso de ocultamiento
–quizá por otro hechizo del Mago Montesinos- le vino a descabalgar del
gran torneo mundano de la
gloria. Mas quizá también cayera –opinan otros menos
cervantescos- en abierta desgracia ante
ese “Emperador” a quien
Basilio Martín Patino nos presentó con las facciones más logradas y
severas de Adolfo Marsillach. Los focos mediáticos le evitaron. Los críticos le
fueron olvidando. Un Marsillach patético
gritó desde su trono engalanado: “¿Y
qué fue de ese tal Villaseñor?”; y corrió pronto por el Circo Máximo la
sutil consigna implacable del olvido, aunque el peso de la verdad amenace constantemente
con abrir brechas en los diques de la impostura mediática: recientemente, en el
breve discurso de aceptación del Premio Velázquez 2006, ha querido un
sincero y cabal Antonio
López – sin que nada le obligara a ello y en la cumbre de su
merecida gloria- rememorar rápidamente la olvidada figura “llena de sabiduría y seguridad” de Manuel López-Villaseñor
(¿Quién? –exclamaron entonces
unánimes las gradas del Circo-); mas, muy significativamente, la propia
reproducción impresa y pública de este discurso -escuchado en El Prado por el minoritario circulo
supremo de la cultura oficial- y que
recogió en sus páginas, por ejemplo, el diario El País, prefirió omitir estrictamente
esta parte muy concreta de las palabras del galardonado...
(¿Por qué? – empiezan a preguntarse
algunos-)
Dicen por fin los que entienden algo
de este enrevesado pero colosal negocio, consistente en crear al óleo moneda
fiduciaria de curso legal, que fueron precisamente los mismos que transmutaron
la muy digna obra de Antonio
López en un prodigioso
activo financiero (con el que hoy saldan sus deudas fiscales las grandes
corporaciones, y con el que se engalanan los despachos de los magnates que se
entretienen en tasar sus lienzos para complacerse periódicamente con tan
elegantes ganancias), dicen pues los entendidos en estas malas artes, que
fueron muy precisamente esos mismos magos financieros quienes también (y por
razones que no son difíciles de intuir, sectaria política cultural incluida),
decidieron encerrar a Villaseñor “en el desván de los recuerdos... ”: como
protestara el propio pintor en una conocida declaración a la prensa de 1982,
motivada por la inaudita suspensión de una ya programada Exposición antológica
en Madrid por parte de un nuevo y progresista director general de Bellas Artes
“... dirigido por un grupo de
asesores del Ministerio”. Los perros
de Pavlov, cualquiera que sea el color de sus collares, siempre obedecen a
Pavlov. Business is business. Mas nunca como en Arte tuvo sentido aquel
adagio castellano que advertía al necio de no confundir valor y precio. Y la obra de Villaseñor (cualquiera que pudiera
ser mañana su precio, pues hoy por hoy no está en venta gracias a la acertada
política cultural del Ayuntamiento de Ciudad Real –al César lo que es del César-)
seguirá siendo siempre un tesoro incomparable; porque –por lo demás- no
fue ni pretendió nunca ser el realismo, y menos aun el hiperrealismo, aquello
que Villaseñor persiguió tenaz durante
seis décadas de implacable investigación pictórica.
El artista ocultado partió del realismo de sus
primeros lienzos juveniles para deconstruir casi de inmediato lo Real en un
siempre proteico atanor desde el que se manifiestan sucesivas fases pictóricas sorprendentes y cada cual más
poderosa; desde el esencialismo icónico extraído como por destilación en su
personal descubrimiento de los arcanos herméticos del Quattrocento italiano
(Mantenga, Ucello, Piero della Francesca...), y que después iberizó,
influyendo en toda una generación de jóvenes pintores españoles (“Lo que
Villaseñor había traído de Italia era lo que verdaderamente nos interesaba”,
llegó a afirmar el propio Antonio
López) , pasando luego por un enérgico substancialismo
matérico en el que raya la abstracción polemizando esta vez con Tàpies, o por
el tenebrismo existencial de sus dantescos Muros en los que polemiza ya solo
consigo mismo, e implacablemente a solas
con la condición humana. Cuando este atanor –tras tan drásticos cocimientos-
finalmente se sublima, y solo entonces, se produce el milagro interior de una
Realidad reintegrada. Del realismo a la Realidad : periplo completo; pictórico regreso a
Ítaca. Piedra Filosofal. No es de extrañar que para críticos tan bien
informados –y tan poco influenciables por las presiones políticas o
financieras-, como lo fue Antonio Manuel
Campoy (autor entre otras obras del ya hoy clásico “Diccionario Crítico del
Arte Español Contemporáneo”)
resultase necesario el levantar aquel acta notarial que nunca ya ha de
olvidar nuestra Historia del Arte: “Fue Villaseñor el máximo orientador del
nuevo realismo español. Cuando Villaseñor proponía el nuevo realismo, otros
pintores, ahora tenidos por los capos del realismo, lo que hacían era
hiperrealismo a la
americana. Porque un cardo de Sánchez Cotán, un cacharro de
Zurbarán, o un membrillo de Villaseñor, son exactamente, más reales y ciertos
que sus fotografías. Pintura metafísica la de Villaseñor. Uno
de nuestros pocos pintores”.
Tómense
entonces a Villaseñor con calma, cátenle como a un excelente vino; permítanle actuar en sus propios corazones pues –sin necesidad de más alambiques verbales- ya habrán comprendido
que su pintura metafísica es solo para iniciados; iníciense pues
silenciosamente en sus misterios meditando –si quieren con mirada Zen- sus
vibrantes “retratos de cosas” que nunca bodegones; lloren sus propias
lamentaciones contra el Muro de la condición humana –demasiado humana-; reflexionen sobre lo efímero de la vida ante
lienzos inmortales como “¿Y Qué?”, donde
se echa un vistazo de chamán a la sala de autopsias del antiguo Hospital San
Carlos de Madrid (cuyos fantasmas siguen llenando de tristeza aterradora a la
ya hoy parte vieja del Museo Reina Sofía, del que –imprescindible es
denunciarlo- Villaseñor sigue tan injustamente excluido). Buceen entonces en
sus etapas anteriores: contemplen el aspecto substancial de la realidad de la ciudad
de Cuenca (la de Ávila habrían de irla a ver al Museo Vaticano), o la de una
plaza de toros sobre un pueblo, o la de una roca roja empantanada, o lo
substancial de un alma…; visiten el paraíso de sus primeras etapas itálicas o
ibéricas: el mundo esencial de la forma es armonía y es símbolo; suban al
torreón del caballero Pérez del Pulgar
para afrontar la realidad del enigma humano en lienzos que el solo
tiempo hará famosos como “O vos omnes…”; desciendan de nuevo a los
virgilianos infiernos de la ciudad moderna: “Miradas que quieren y no pueden ir más lejos…Soledad que se sordamente
se exaspera hasta hacerse desolación”, como glosara certeramente en 1973
Pedro Laín Entralgo a los villaseñoriales lienzos de esta etapa purgativa: “Gasómetro”, “El Patio”, “Éxodo I”… Reconcíliense
por fin con la condición humana en retratos de almas como las de Juan el
jardinero y su hija Pilar -a la que ya siempre le darán miedo las mariposas-; veneren incluso lo
humano (por un humanismo que -como quería Nietzsche- “ha escapado a un milenio entero de laberinto”) contemplando el
sublime retrato –icónico del Maestro Artesano por excelencia- de Eduardo Capa... Y mientras deambulan luego bajo las columnas y
los cipreses de los hidalgos patios del Museo sentirán que han asistido a una
clase magistral de antropología filosófica, o a una iniciación antigua. La
campana de la vecina
Catedral de Santa María del Prado se ocupará de recordarles
que es hora ya quizá de regresar raudos en el AVE a ese colosal
electrodoméstico (que a fe mía no
resistirá la prueba del nueve pues a la vuelta de esos pocos años se
manifestará a todos su perversa fealdad) que es el nuevo Museo Reina Sofía.
Habrán estado una tarde al menos en el misterioso desván de la más alta
pintura española del siglo XX. No se lo digan a todo el mundo.
Muchas gracias, Carmen.
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