25 de noviembre de 2016

Del arte escondido

SEMBLANZA DE UNA TARDE MADRILEÑA EN EL MUSEO LÓPEZ-VILLASEÑOR DE CIUDAD REAL

Por: José Javier Manzanera.

No es Ciudad Real la más bella de las ciudades de España. A este  otro poblachón manchego no lo adecentaron los austrias ni los borbones, como tuvieran a bien hacerlo con Madrid. Tampoco llegó aquí muy generosa la plutocracia decimonónica, a dejar su engolada grandeza, y, pese a  las tímidas intervenciones arquitectónicas de la pequeña burguesía local, vino a ser  finalmente el  plebeyo urbanismo del más zafio desarrollo tardofranquista el que terminó por modernizarla implacablemente, violando de paso casi toda la quijotesca belleza virginal de aquella extremadura castellana de caballeros de frontera, curas poderosos y recios campesinos repobladores, para trasformarla, por fin, en esta  provinciana ciudad dinámica y alegre del sur de la Unión Europea que hoy quiere ser, y a la que –todo sea dicho- puede acercarse un pinacómano madrileño, quizás aburrido ya del Reina Sofía, en sólo una hora de AVE y cinco minutos de taxi, lo que  contribuye, decisivamente, a cuajar la sensación –si no fuera por la distinguida elegancia de las damas manchegas- de haberse trasladado aquel madrileño aburrido de la oferta cultural oficialista a pasar la tarde a Getafe o a Alcorcón. Por lo demás – y siempre para quien sabe buscar- Ciudad Real está llena de tesoros ocultos; y no quiero referirme sólo a los de sus bellísimas mujeres, ni a las delicadezas de su gastronomía o de su más reservada vinoteca; lo que ya sería bastante, por ser sincero, para amortizar con creces un billete de ida y vuelta. Mas es en otro de sus tesoros, tan púdicamente escondidos, en el que quisiera embriagarme hoy para brindar al lector –que quizá este aburrido leyéndome en algún incómodo asiento de ocurrente diseño en la oligofrénica ampliación del Reina Sofía- un armónico y encantado cofre arquitectónico del siglo XV repleto de gemas alquímicas de la más alta pintura española del siglo XX. Casi nada.





Junto a una interesante Catedral del gótico más tardío –gótico casi agonizante hacia el barroco- que cierra majestuosa una amplia plaza ajardinada y flanqueada de variopintos edificios plebeyos y burgueses –algunos horrorosos-, es casi estéticamente obligado toparse con un  singular caserón, cuya elegante sobriedad evoca inevitablemente a la hidalguía más rancia de aquella inviolada Castilla. Fue, al parecer, este cortijo urbano la finca solariega de aquel que fuera héroe de las guerras contra moros en el siglo XV, don Hernán Pérez del Pulgar, apodado en la más ancha Castilla “El de las Hazañas”. Hoy sería probablemente un tipo socialmente incorrecto, casi un impresentable. Mas hoy también la heráldica caballeresca es mero ribete ya para ese quizá único modo de grandeza verdadera que aun sobrevive socialmente pese  al absolutismo del dinero, y que no es otra que  la del  conocimiento y el Arte. Sus bodegas,  caballerizas, alcobas y despensas,  balconadas y salones, soleados  y frescos patios,  y hasta el noble  torreón  de esta casona hidalga perfectamente restaurada, se han trasformado todos –como por hazaña quizá  del cervantino Mago Montesinos- en salas y galerías de una de las pinacotecas de culto más serias de España (esta esperpéntica extremadura financiera y política de Europa). Fue aquí donde un excepcional poeta de la pintura depositó el legado inmaterial de una vida consagrada a la alquímica tarea de asediar la Realidad. Y dicen las largas lenguas que fue precisamente este ilustre manchego, de nombre Manuel López-Villaseñor, quien enseñó a pintar membrillos a ese otro de Tomelloso, quizá hoy incluso demasiado ilustre, y de nombre Antonio López GarcíaVieja polémica de eruditos y de sectas de marchantes. Chismes de manchegos. No pareciendo dudoso el contrastado hecho de que ambos grandes pintores se influyeran (basta recordar sobre esto la anécdota de un  Le Corbusier dando la espalda a El Escorial para evitar que Herrera pudiera influirle) está por discernir –y quizá nunca se consiga satisfactoriamente-  quien de ambos geniales pintores  realistas tuvo mayor ascendiente sobre quien: “El único al que alguna vez he seguido...”, se sinceró un día el de Tomelloso –cuando ya volaba con las alas seráficas de la gloria- en una dedicatoria privada, poco antes de morir Villaseñor en la madrileña villa de Torrelodones (1996). Porque algo al menos si es seguro en este viejo pleito de manchegos: de lo que no cabe la menor discusión es sobre  cual de los dos pintores geniales había de caer en vida la palma –a menudo amarga y envenenada por los colosales intereses financieros- de la gloria internacional. Pero es que tras regalarse uno el ánimo con la magnífica película de Víctor Erice “El Sol del Membrillo” –tan reveladora por sus mensajes como por sus silencios- es prudente siempre escarbar en la filmoteca del mismo amigo progre que te la prestó para dejarse regalar –ahora también la inteligencia- con otro grande de nuestro cine como lo es mi paisano, el  salmantino y alumbrado Basilio Martín Patino, y con aquella ilustradora película –exhaustiva en su crítica de la cultura- titulada “La Seducción del Caos”. Se alumbran con ello no pocas cosas obscuras de La Mancha.





Nuestro alquimista pintor –que, por lo demás, fue durante casi treinta años Catedrático en la madrileña Escuela de Bellas Artes de San Fernando- también tuvo sus horas de brillo en las galerías, en las prestigiosas muestras internacionales, en los grandes premios, en las afamadas bienales, en las selectas colecciones privadas y en los salones del gran mundo; más al final de sus largos años de intachable caballería andante un enigmático proceso de ocultamiento  –quizá por otro hechizo del Mago Montesinos- le vino a descabalgar del gran torneo mundano de la gloria. Mas quizá también cayera –opinan otros menos cervantescos-  en abierta desgracia ante ese “Emperador”  a quien  Basilio Martín Patino nos presentó con las facciones más logradas y severas de Adolfo Marsillach. Los focos mediáticos le evitaron. Los críticos le fueron olvidando. Un Marsillach patético  gritó desde su trono engalanado: “¿Y qué fue de ese tal Villaseñor?”; y corrió pronto por el Circo Máximo la sutil consigna implacable del olvido, aunque el peso de la verdad amenace constantemente con abrir brechas en los diques de la impostura mediática: recientemente, en el breve discurso de aceptación del Premio Velázquez 2006, ha querido un sincero y cabal Antonio López – sin que nada le obligara a ello y en la cumbre de su merecida gloria- rememorar rápidamente la olvidada figura “llena de sabiduría y seguridad” de Manuel López-Villaseñor (¿Quién? –exclamaron entonces unánimes las gradas del Circo-); mas, muy significativamente, la propia reproducción impresa y pública de este discurso  -escuchado en El Prado por el minoritario circulo supremo de la cultura oficial-  y que recogió en sus páginas, por ejemplo, el diario El País, prefirió omitir estrictamente esta parte muy concreta de las palabras del galardonado... (¿Por qué? – empiezan a preguntarse algunos-)
                                                                                           
            Dicen por fin los que entienden algo de este enrevesado pero colosal negocio, consistente en crear al óleo moneda fiduciaria de curso legal, que fueron precisamente los mismos que transmutaron la muy digna obra de Antonio López  en un prodigioso activo financiero (con el que hoy saldan sus deudas fiscales las grandes corporaciones, y con el que se engalanan los despachos de los magnates que se entretienen en tasar sus lienzos para complacerse periódicamente con tan elegantes ganancias), dicen pues los entendidos en estas malas artes, que fueron muy precisamente esos mismos magos financieros quienes también (y por razones que no son difíciles de intuir, sectaria política cultural incluida), decidieron encerrar a Villaseñor “en el desván de los recuerdos...”:  como protestara el propio pintor en una conocida declaración a la prensa de 1982, motivada por la inaudita suspensión de una ya programada Exposición antológica en Madrid por parte de un nuevo y progresista director general de Bellas Artes “...dirigido por un grupo de asesores del Ministerio”.  Los perros de Pavlov, cualquiera que sea el color de sus collares, siempre obedecen a Pavlov. Business is business. Mas nunca como en Arte tuvo sentido aquel adagio castellano que advertía al necio de no confundir valor y precio.  Y la obra de Villaseñor (cualquiera que pudiera ser mañana su precio, pues hoy por hoy no está en venta gracias a la acertada política cultural del Ayuntamiento de Ciudad Real –al César lo que es del César-) seguirá siendo siempre un tesoro incomparable; porque –por lo demás- no fue ni pretendió nunca ser el realismo, y menos aun el hiperrealismo, aquello que Villaseñor persiguió  tenaz durante seis décadas de implacable investigación pictórica.






 El artista ocultado partió del realismo de sus primeros lienzos juveniles para deconstruir casi de inmediato lo Real en un siempre proteico atanor desde el que se manifiestan sucesivas fases  pictóricas sorprendentes y cada cual más poderosa; desde el esencialismo icónico extraído como por destilación en su personal descubrimiento de los arcanos herméticos del Quattrocento italiano (Mantenga, Ucello, Piero della Francesca...), y que después iberizó, influyendo en toda una generación de jóvenes pintores españoles (“Lo que Villaseñor había traído de Italia era lo que verdaderamente nos interesaba”, llegó a afirmar el propio Antonio López), pasando luego por un enérgico substancialismo matérico en el que raya la abstracción polemizando esta vez con Tàpies, o por el tenebrismo existencial de sus dantescos Muros en los que polemiza ya solo consigo mismo,  e implacablemente a solas con la condición humana. Cuando este atanor –tras tan drásticos cocimientos- finalmente se sublima, y solo entonces, se produce el milagro interior de una Realidad reintegrada. Del realismo a la Realidad: periplo completo; pictórico regreso a Ítaca. Piedra Filosofal. No es de extrañar que para críticos tan bien informados –y tan poco influenciables por las presiones políticas o financieras-, como lo fue  Antonio Manuel Campoy (autor entre otras obras del ya hoy clásico “Diccionario Crítico del Arte Español Contemporáneo”)  resultase necesario el levantar aquel acta notarial que nunca ya ha de olvidar nuestra Historia del Arte: “Fue Villaseñor el máximo orientador del nuevo realismo español. Cuando Villaseñor proponía el nuevo realismo, otros pintores, ahora tenidos por los capos del realismo, lo que hacían era hiperrealismo a la americana. Porque un cardo de Sánchez Cotán, un cacharro de Zurbarán, o un membrillo de Villaseñor, son exactamente, más reales y ciertos que sus fotografías. Pintura metafísica la de Villaseñor. Uno de nuestros pocos pintores”.





Tómense entonces a Villaseñor con calma, cátenle como a un excelente vino; permítanle  actuar en sus propios corazones pues  –sin necesidad de más  alambiques verbales- ya habrán comprendido que su pintura metafísica es solo para iniciados; iníciense pues silenciosamente en sus misterios meditando –si quieren con mirada Zen- sus vibrantes “retratos de cosas” que nunca bodegones; lloren sus propias lamentaciones contra el Muro de la condición humana –demasiado humana-; reflexionen sobre lo efímero de la vida ante lienzos inmortales como “¿Y Qué?”, donde se echa un vistazo de chamán a la sala de autopsias del antiguo Hospital San Carlos de Madrid (cuyos fantasmas siguen llenando de tristeza aterradora a la ya hoy parte vieja del Museo Reina Sofía, del que –imprescindible es denunciarlo- Villaseñor sigue tan injustamente excluido). Buceen entonces en sus etapas anteriores: contemplen el aspecto substancial de la realidad de la ciudad de Cuenca (la de Ávila habrían de irla a ver al Museo Vaticano), o la de una plaza de toros sobre un pueblo, o la de una roca roja empantanada, o lo substancial de un alma…; visiten el paraíso de sus primeras etapas itálicas o ibéricas: el mundo esencial de la forma es armonía y es símbolo; suban al torreón del caballero Pérez del Pulgar  para afrontar la realidad del enigma humano en lienzos que el solo tiempo hará famosos como “O vos omnes…”; desciendan de nuevo a los virgilianos infiernos de la ciudad moderna: “Miradas que quieren y no pueden ir más lejos…Soledad que se sordamente se exaspera hasta hacerse desolación”, como glosara certeramente en 1973 Pedro Laín Entralgo a los villaseñoriales lienzos de esta etapa purgativa: “Gasómetro”, “El Patio”, “Éxodo I”… Reconcíliense por fin con la condición humana en retratos de almas como las de Juan el jardinero y su hija Pilar -a la que ya siempre le  darán miedo las mariposas-; veneren incluso lo humano (por un humanismo que -como quería Nietzsche- “ha escapado a un milenio entero de laberinto”) contemplando el sublime retrato –icónico del Maestro Artesano por excelencia- de Eduardo Capa... Y mientras deambulan luego bajo las columnas y los cipreses de los hidalgos patios del Museo sentirán que han asistido a una clase magistral de antropología filosófica, o a una iniciación antigua. La campana de la vecina Catedral de Santa María del Prado se ocupará de recordarles que es hora ya quizá de regresar raudos en el AVE a ese colosal electrodoméstico  (que a fe mía no resistirá la prueba del nueve pues a la vuelta de esos pocos años se manifestará a todos su perversa fealdad) que es el nuevo Museo Reina Sofía. Habrán estado una tarde al menos en el misterioso desván de la más alta pintura española del siglo XX. No se lo digan a todo el mundo.















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