15 de febrero de 2017

Los Jinetes Rojos o la insoportable desolación del ser


Imaginaos en alguno de vuestros lugares en los que pasáis la mayoría del tiempo. Imaginaos en vuestro trabajo, en una biblioteca, en un restaurante una noche de sábado... Imaginaos que en esa situación de habitual normalidad, de repente, fuera, estalla un obús. Pero vosotros mantenéis la calma, porque en vuestra cabeza no entra que pueda tratarse de nada bélico, pudiera tratarse tal vez del estallido de un petardo, de esos que se tiran los niños y los adolescentes a los pies. Seguís trabajando y elucubrando con el compañero de al lado sobre qué será lo que esté pasando ahí afuera; mantenéis el silencio sepulcral en la biblioteca mientras se resuelve y no eso que se oye al otro lado de los muros de libros; o comentáis, entre sonrisas y curiosidad, con los comensales de la mesa de enfrente sobre eso que parecen estallidos de bombas. Imaginaos que termina vuestra jornada de trabajo, concluye vuestra consulta en la biblioteca, finaliza vuestra cena y no podéis salir. Estáis sitiados, de repente os habéis convertido en reos de no sabéis muy bien qué. De repente, una guerra, una revolución que no sabéis contra qué ni contra quién se levanta. Cuando salisteis de casa hacia vuestros repentinos destinos, el mundo estaba en orden, lo dejasteis bien. Imaginaos cercados, concentrados, aislados, como ratas acorraladas... Nada os hace pensar que podéis convertiros, incluso, en pequeños campos de exterminio. Imaginaos mirándoos los unos a los otros con desconfianza, con intimidación, con odio... Imaginaos aniquilando, hurtando, o siendo aniquilados o despojados de lo vuestro en vuestro propio lugar de trabajo, en la biblioteca, en el restaurante... Imaginaos convertidos en un jinete rojo.




Los Jinetes Rojos

"Entonces salió otro caballo, rojo. Al que lo montaba se le concedió quitar de la tierra la paz para que se degollaran unos a otros. Se le dio una espada grande". Apocalipsis 6

Bruno es un adolescente que veranea en una isla, en un complejo urbanístico llamado "El palmar del sol". El palmar se divide en sectores con forma de pentágonos, y en cada uno de los pentágonos veranea la gente de siempre, de todos los veranos. Bruno los tiene apodados: "el hombre del cáncer", "el fumador", "la mujer escandinava", "el belga", "Kojak"... Todos forman parte de ese retrato costumbrista de una residencial de verano. Más en las afueras, hay otros complejos ocupados por veraneantes ocasionales, de esos que tan solo están unos días para luego marcharse. Todos ellos conforman una especie de mosaico comunitario cercado por una valla y con varias puertas de acceso al exterior. Dentro de ese complejo se desarrolla una vida más o menos confortable y apacible, ajena al exterior. Hasta que un día, desde el exterior irrumpe un ruido desconcertante, no se sabe muy bien si cohetes o bombas, si risas o voces desgarradas, si una fiesta callejera o un altercado con armas de fuego y muertos.

En medio del desconcierto, lo mejor es mantener la calma, como si no pasara nada. Afuera puede estar sucediendo algo terrible, y dentro están aislados: sin teléfonos, sin televisor, sin nada que permita más contacto con el exterior... Pero, en principio, todo es un intento por recuperar la normalidad. Así, tras la primera víctima de "la revolución" que parece haber estallado al otro lado de la valla, se limpia la sangre y se retira el cuerpo y "ya todo vuelve a ser normal". Sin embargo, no cesan los estallidos, ni pestilentes olores, ni nubes de humo que oscurecen el cielo, y una ceniza roja que se deposita lenta y pesada sobre los hombros y las calles . A medida que se va manchando el paisaje de nubes de polvo rojo y ceniza, el comportamiento de los habitantes del complejo también comienza a enrarecerse. Y así va avanzando el verano en El palmar del sol, y a través de Bruno, el personaje adolescente, descubriremos paulatinamente un paisaje humano desolado, ese que constata qué terriblemente fácil puede llegar a ser pasar de la cordialidad al odio, de la honradez al envilecimiento, del trato afable a la mayor de las crueldades, de la condición de hombre pacífico a la capacidad de matar, de cómo el ser humano, desde que es historia, se ve inmerso en causas y guerras que no son las suyas, que ni quiere ni desea, y aún así, puede llegar a ser el más encarnizado guerrero. 

'Los Jinetes Rojos' es una distopía genial de Santiago Casero González, inquietante, terrible y abrumadora, porque leyendo esta "disparatada" historia (entiéndase por disparatada indeseable) se revienen como una náusea las cenizas que fueron los campos de exterminio nazis, el polvo gris que es Alepo, el constante estallido que es Bagda, las miles de ejecuciones cometidas en dictaduras: Rumanía, Chile, España... Se explica la eterna lluvia de ceniza desde el primer hombre que empuñó una piedra para golpear a otro con el objeto de aniquilarlo por quíén sabe qué razón, hasta el kalanshnikov en nombre de Alá o un tanque abriéndose paso en una plaza con un soldado en lo alto ondeando a saber qué bandera. 'Los Jinetes Rojos' nos viene a decir también que, en cualquier momento y en cualquier lugar, es posible que desaparezca nuestra apacible vida. Todo puede ser en medio de tantas y tan obstinadas cegueras.

Hay una voz que me recordó a otra voz, y es la de "el hombre del cáncer", que en un intento de racionalizar la sinrazón de las guerras, sobre esos que tienen que matar o morir por "la causa", dice: "Algunos hemos preferido no tener que elegir y por eso nos odian todos, los revolucionarios y sus enemigos, el poder establecido y sus adversarios, no me preguntéis quién es cada uno...". Y aquí esta otra voz que vino a mi cabeza: "Los espíritus fuertes dirán seguramente que esta repugnancia por la humana carnicería es un sentimentalismo anacrónico. Es posible. Pero, sin grandes aspavientos, sin dar a la vida humana más valor del que puede y debe tener en nuestro tiempo, ni a la acción de matar más trascendencia de la que la moral al uso pueda darle, yo he querido permitirme el lujo de no tener ninguna solidaridad con los asesinos. Para un español, quizá sea este un lujo excesivo". Manuel Chaves Nogales, en  el prólogo de 'A sangre y fuego'.


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