12 de enero de 2014

Contenida pasión

Hace unos días concluí el libro de Rosa Montero, La ridícula idea de no volver a verte. En él, su autora va haciendo un paralelismo entre Marie Curie y ella misma, ambas mujeres separadas por un siglo y compartiendo la pérdida del ser querido. De entrada, esa semejanza ya no es tal si se tiene en cuenta que la muerte súbita de un ser querido (Pierre Curie) no puede vivirse igual que esa otra que es esperada (Pablo, marido de Rosa Montero, cuyo proceso de enfermedad y muerte duró casi un año), psicológicamente es un abismo, tanto antes como después del fatídico desenlace. Casi no he visto a Rosa Montero en ese proceso, en esa terrible (más que ridícula) idea planeando por su cabeza, por su alma, ante la irremediable pérdida. Pero Rosa Montero, a través de toda la biografía recabada, fotos incluidas, de Marie Curie, ha ido desentrañando a esa mujer, de la que sólo sabemos que recibió dos nobel, uno compartido con su marido y el otro fruto de sus posteriores trabajos, y ha dotado a esas imágenes hieráticas de la tosca científica en el hermoso reflejo de una excepcional mujer.

Una no puede evitar, a medida que avanza en sus páginas, solidarizarse con las de su sexo, y llegar a odiar en algunos momentos al opuesto, a esos hombres que de alguna manera la hicieron sufrir sin más motivo que por el hecho de ser mujer. Y de alguna manera, una lamenta que rara vez existan (mejor decir te tropieces, porque demos un voto de confianza a la naturaleza y pensemos en positivo: sí existen, pero a saber dónde estén) grandes hombres a la altura de las grandes mujeres, como le sucedió a la buena de Marie. Aquel primer joven apuesto del que se enamoró siendo la institutriz de sus hermanas y a la que negó su amor por la rotunda oposición de la familia del susodicho. Marie no estaba a la altura, socialmente no era digna de aquel hombre. Él no movió un solo dedo por ella... Ah, el amor... Ah, los orgullos y los prejuicios. Ella hubiese estado dispuesta a renunciar a ir a París por él, él ni tan siquiera le otorgó esa elección, acató la decisión paterna y fin de la historia.

Y una vez en París, aparece Pierre Curie... ¿Cómo sabe uno que ese hombre o esa mujer que hoy ves por primera vez, con quien sólo medias unas horas de conversación, será esa GRAN COMPAÑÍA para el resto de la vida, que será quien te inspire, te hará crecer, crecerá contigo, seréis mutuo estímulo, compartirá y coincidirá en la manera de ver el mundo? Tiene que ser una especie de descarga eléctrica, o tal vez una intuición que se va apoderando de tu ser y ya no eres capaz de reconocerte en otros ojos. Presentirse. Y así fue, desde aquel primer encuentro, lo suyo fue un codo con codo. Es conmovedor ese detalle de guardar aquel pañuelo con el que limpió el rostro a su Pierre cuando lo llevaron a casa muerto, y cómo se aferraba a ese trapo cuando su hermana la obligó a quemarlo... Cuánto de desgarro e insoportable desesperación.

Y ahí quedó, sola: viuda, madre, una apasionada de la ciencia en medio de un mundo de hombres y de una sociedad dispuesta a no perdonarle el menor desliz. Y ese desliz tendría de nuevo nombre de hombre, un colega, un pusilánime incapaz de defender su amor (¿? me permito cuestionarlo, el de él hacia ella, claro) por encima de convencionalismos sociales y de su propia comodidad.

En  Marie Curie la inteligencia no se discute, dejó más que constancia de ella no sólo en su trabajo, sino en la manera de moverse de manera tan perspicaz en ese mundo de hombres. Fue constancia, fue lucha, fue templanza, fue ejemplar esa manera de vivir la pasión por su trabajo, por los hombres que amó, y fue admirable y, una vez más, una muestra de su extraordinaria inteligencia, cómo acallaba a cada paso las críticas y las calumnias. Pero, por encima de todo, Marie fue una mujer apasionada, contenidamente apasionada, que es esa pasión que se desborda por dentro, un motor de vida, una incesante corriente de energía interna.

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