6 de enero de 2014

Queridos Reyes Magos

Me pregunto si los Reyes Magos visitan a los niños de Norteamérica, a los no cristianos, me refiero. A nosotros nos ha invadido por la chimenea, más bien por las ventanas suspendido en una especie de escalerilla, su gordinflón. En muchos hogares sucede la llegada de ambos, Papá Noel y los desorientados Reyes Magos, que ya no sabemos si vienen de Oriente o de Huelva, si en camellos, en caballos, o en luminosas y mágicas carrozas como la de Cenicienta antes de llegar las doce de la noche. Tampoco sé muy bien qué tiene que ver Mikey Mouse ni los tres cerditos en todo esto, por no nombrar a Bob Esponja, pero vienen abriéndoles paso en la comitiva. Esa mezcla de farándula y sentimientos populares nacidos de extrañas mecánicas que convierten la escenificación de un pasaje bíblico en un espectáculo tan arrealista como absurdo en pos de la magia y de la ilusión de niños y no tan niños. Hay adultos que se lanzan a lo Iker Casillas a por un caramelo y no miran si debajo tienen a una pobre criatura de cuatro añitos... En fin, los adultos.

Pero no es la Cabalgata de Reyes la idea de este post, sino la ilusión y aquellos juguetes que nunca recibimos. Me acuerdo de que, por aquellos precarios setenta, el regalo más deseado por todas las niñas era aquella muñeca, Nancy. Pero, a muchos hogares, aquellos precarios setenta tan sólo traían un par de onzas de chocolate y una pelota que, a la tercera vez que botaba en el patio, terminaba por desinflarse. En aquellas familias de una media de cuatro hijos (como dato objetivo diré que mis abuelos, tanto paternos como maternos, superaban cada uno los 20 nietos. Los abuelos de mis hijas, unos suman siete y los otros suman tres), el regalo más frecuente era aquel que pudiese compartirse: un balón (de reglamento), una bicicleta (este regalo entraba ya en lo que se denominaba un lujo) para todos, un parchís... Aquello nos obligaba al consenso.

Y me acuerdo de una anécdota que define la dureza de aquellos años, en los que los hombres (los padres de familia) se reunían en las esquinas de la plaza a la espera de que algún encargado de las casas de los terratenientes les avisara para dar un par de jornales en el campo, y regresaban a casa, a la caída de la tarde, de nuevo con las manos en los bolsillos. En aquella precariedad, la brecha social era evidente. Al empezar de nuevo el colegio, la profesora de religión siempre preguntaba a cada uno por sus regalos, que para más de uno exponerlo públicamente era humillante, aunque salvando a cuatro o cinco, la inmensa mayoría habíamos recibido regalos similares. Y le tocó a Luis. 
-Luis, hermoso, ¿a ti qué te han traído los Reyes?
Y el hermoso de Luis contestó con pasmosa quietud:
-Me han traído una carretilla y un bielguín, para sacar la basura de las ovejas... si quiere usted ayudarme.
La clase estalló en una carcajada, pero la profesora de religión enrojeció. Se acabó el seguir preguntando.

Aquellos regalos que no recibíamos nunca fueron motivo de frustración, tal vez porque era la generalidad, porque de alguna manera entendíamos que no se podía aspirar a ellos, y porque nosotros gozábamos del privilegio más grande del que puede gozar un niño, y que poco a poco se les ha ido privando de ello: la libertad de la calle, los espacios abiertos. Las eras, los solares... En aquellos paraísos que hacíamos nuestros, en donde se daban cita todos los mundos imaginarios, y que hoy yacen como ruinas romanas bajo los cimientos de urbanizaciones de unifamiliares, era en donde realmente estaba la ilusión y la fiesta. Allí nos olvidábamos de los regalos de Reyes, de si habían sido acertados o no, o si ni tan siquiera habían sido. Teníamos vitalidad, imaginación, amigos y la eternidad de las tardes, y eso ni Reyes Magos podían traérnoslo, porque aquel valioso regalo, comparable a la más limpia sensación de libertad, ya nos pertenecía.



1 comentario:

  1. La libertad se recuperará cuando los niños vuelvan a jugar libres y seguros en nuestras calles. Mientras tanto somos presos de muchas fantasías irreales que no nos hacen felices. Dichosos años en los que yo llamaba a todas mis vecinas por el portero automático de par de mañana para jugar en la calle.
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