30 de abril de 2014

Mañanas

Última mañana de abril. Mañana libre, no me aventuro a decir día libre, porque los días siempre requieren obligaciones, y toda obligación es contraria a libertad. Percibo el olor a mañana recién comenzada, límpida, olor a cuerpos recién duchados, a expectativas, antes de que el paso de las horas los convierta en cansancio o en frustración. El cansancio huele a perfume agriado. A las nueve de la mañana la luz no pesa, el sol se leva entre los edificios y las estrechuras de las calles con su vivificante claridad y su tibieza sobre la palidez de los brazos desnudos. 

Decido ponerme ropa de deporte y zapatillas, y me encamino hacia la vía verde, que abril le confiere con creces el nombre. La meta es siempre el puente de la autovía Madrid-Córdoba. Allí, sin detenerme, hago un quiebro y doy la vuelta de nuevo hacia la ciudad. Tengo debilidad por los puentes, lo he dicho alguna vez, ya sean sobre ríos o sobre nuestras cabezas y edificios. Esa obra arquitectónica que permite que la vida fluya o confluya hacia el otro lado, sin saber si se va o se viene, pero siempre con la perspectiva de otra opción de camino y la abordable existencia del otro lado. Sobre el puente de Mérida paseé tres veces a lo largo de un día. Me detenía en sus recodos, como medias lunas, que no se si están ahí para detenerse y contemplar el agua en su ida, su incesante murmullo quebrantado por el bullicio de los pasos y las conversaciones de los transeúntes. En Florencia, terminaba siempre encaminando los pasos al final de la tarde sobre los puentes del río Arno, no sin la mal disimulada desesperación de mi acompañante. Desde allí, veía escurrirse el sol tras un horizonte plagado de pináculos y agujas de catedrales. Ya está, ya podemos regresar.

 Florencia, desde Piazzale Michelangelo. Abril, 2014

Sin darme cuenta, me adentro en el centro de la ciudad en lugar de bordearla por la ronda hasta casa. Sudorosa y desaliñada para el momento y el lugar, cruzo rápido las terrazas de la plaza Cervantes, con el deseo de que nadie me reconozca, ni tenga necesidad de pararme a saludar de esta guisa. No es por mí, es por ellos. Aún es pronto para el café de los funcionarios del antiguo INSS y de la Delegación Provincial. Mesas ocupadas por prejubilados de diario La Razón o La Tribuna como escudo delante de la cara, una taza de café, probablemente ya vacía, y una copa de coñac a la que darle coba. En otras están ellas, esas mujeres eternas, las viudas de collares de perlas, labios pintarrajeados y pelo rubio cardado y tieso por la laca. Cuando no me importe ser vieja, dejaré nacer mis canas en caóticos rizos sobre mi cabeza.

Ahora, se me ocurre que cogeré el coche, antes de esa ducha que desentumezca el cuerpo tras el ejercicio, e iré en busca de un paredón con amapolas que ayer advertí y dije que tendría que fotografiar. Alguien me dijo que era feo, que la encalada pared estaba desconchada y vieja, que deslucía el espectáculo de vivos colores rojos. Dije que la quería así, abandonada por el tiempo y sus moradores. Ya nadie mata la cal que le devolvería su cegadora blancura a la luz del sol del verano, como hacían mi madre y mi abuela cuando se aproximaban las fiestas de mayo, en esa limpieza general de las casas tras el invierno. Era como si hubiese que airearlo todo: mantas, lanas de los colchones, cortinas... Como bañarlo todo en un Jordán de aire y luz.
Si eso, ahora vuelvo con las amapolas...

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De regreso...




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