31 de mayo de 2014

Escenas de mañana

Los árboles del paseo forman una especie de tenderete que cubre de sombra toda la avenida. El aire de la última mañana de mayo revuelve el follaje de las ramas, como arcos de crucería sobre las cabezas que no dejan ver el intenso azul del cielo, por donde el sol encuentra pequeños coladeros que convierte en una suerte de resplandores el suelo embaldosado. En un banco, un hombre joven teclea en un móvil mientras mueve con su pie un carrito mudo de bebé . Posiblemente ya se quedó dormido, o permanece en silencio abandonándose a ese oleaje que lo mece y lo amansa, tal vez si se detuviese, rompería a llorar de súbito. El padre lo sabe, y no deja de mover ese pie de manera inconsciente, mientras su atención está sobre una conversación por WhatsApp.

Cercano al Quijote Arena, otro hombre juega con su perro. Le lanza una pelota, el perro corre entusiasmado hacia ella. Luego corre el hombre, que se la arrebata limpiamente con su pie de entre las fauces, como una buena jugada de fútbol. El hombre corre pateando la pelota, el perro lo sigue e intenta abordarlo por la derecha, luego por la izquierda. El hombre lo dribla, lo marea. El perro no deja de saltar a su alrededor. Al fin se detienen, primero el hombre, que toma la pelota con las manos. El perro se ha detenido delante de él, y lo mira atento, intentando adivinar sus intenciones, a la espera de un nuevo lanzamiento. Pero el hombre ya no la lanza más, se arrodilla frente a él y deja la pelota en el suelo, le rasca la cabeza con insistencia y luego el cuello. Le toma su cara descolgada de perro entre sus dos manos, como un hombre toma entre las suyas la cara de una mujer antes de besarla. Le dice algo inaudible desde la distancia. Le frota las orejas con la misma insistencia y se detiene a mirarlo atentamente a los ojos por breves segundos. Después se pone en pie y echa andar, tranquilo. El perro camina a su lado, tranquilo.

A la entrada del parque ya han extendido la terraza de Los Candiles. Bajo la luz del sol, las mesas metálicas parecen cegadoras placas solares entre el verdor del césped. A estas horas no hay clientes. La memoria se retrotrae a noches de verano en ese mismo escenario, dos parejas jóvenes en animada conversación. Hijos pequeños revolcándose en la hierba. De repente una herida sangrante en la cabeza de uno de los niños, el griterío y el susto de los otros, la alarma de los padres, una visita al servicio de urgencias más próximo y el remiendo de un par de puntos en la cabeza. Hace años que ya no se repiten esas noches, porque el tiempo no sólo abre brechas en la cabeza, también quiebra los afectos. Y las nuevas circunstancias en la vida de los otros, en la propia, el nuevo status quo nos inquieta como la sangre de un niño chorreándole por su cabeza. Así el tiempo pone sus distancias y se confabula con el olvido.

En las mañanas de sábado, la gente camina sin prisa, como si el lunes no fuese a llegar, como si la vida necesitase detenerse, caminar lenta, como esos ancianos que pasean por el parque, que la acunasen en un carrito de bebé, que le acariciasen la cabeza con el mismo amor que a un perro, ser una mesa vacía de una apacible terraza sin prisa por llenarse, sólo a la espera de parejas jóvenes y niños retozando entre la hierba.


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