7 de junio de 2014

El viaje

El mundo es un pañuelo, como el ciberespacio (que podríamos afirmar ya que es tan real o arreal como lo que hasta ahora hemos concebido como mundo); pasees por donde pasees, terminas topándote con algún conocido, con alguien que conoce a alguien que tú conoces o del que te han hablado en tantas ocasiones que ya hasta crees conocer. Aunque estés en la conchinchina, puede que bajes en un ascensor desde el piso 20 de tu habitación de hotel, y en recepción te encuentres con Lucía, que estudió COU contigo, y mira por dónde, pasa allí, en la conchinchina y en tu mismo hotel, su luna de miel. No hay intimidad a salvo. Ya no hay rincón en donde escondernos.

El jueves viajé a Madrid, a la Feria del Libro. Aprovecho estos viajes para quedar con los amigos a los que sería imposible ver de otra manera si no fuese así, quedando expresamente. De vez en cuando viene bien mirarse a la cara, escuchar la voz que uno le pone a las palabras escritas y que una vez sólo estuvo en la imaginación. Y esos encuentros son tan positivos como la magia del "no conocerse todavía", porque desde el momento en que pones cuerpo, gesto y voz a la Idea del otro, es como reafirmar su presencia. Podría decirse que un acto bautismal; al fin es y está eso que tan sólo intuías.

Tomé el tren de las 11.25 h, procedente de Sevilla. Día laborable en el que no esperas encontrar conocidos. Ya en la propia estación, antes de salir el tren, me topo en la vía de acceso con el pediatra de mis hijas. Sabe que soy del gremio. Nos saludamos cordialmente. Él va a un congreso de Pediatría que dura hasta el domingo. Un pequeño bolso de viaje y su maletín de trabajo es lo que porta. Hablamos de temas relacionados con nuestra profesión, que es como hablar del tiempo que hace hoy cuando subes en el ascensor con el vecino del cuarto. Viaja en el vagón cuatro, yo en el siete. Nos despedimos al subir al tren, aunque ambos viajamos en el mismo tren y hacia el mismo lugar. No volví a acordarme de él al llegar a Madrid.

En Madrid, antes de salir de la estación de Atocha, veo a Alfonso Guerra, trajeado y con un pequeño macuto al hombro, acompañado de otro hombre de la misma guisa. Ferraz es un mar revuelto, pienso. Observo que delante de ellos y tras de mí, hay unos cuantos hombres más, también trajeados y con pequeñas maletas. Cruzo deliberadamente por su lado, casi rozándolo, por esas cintas metálicas transportadoras en las que algunos viajeros acomodan su maleta y se dejan llevar, lentos, y otros aprovechamos ese impulso con el avance de nuestros pies, para aproximarnos más a prisa a nuestro destino. Lo miro, busco encontrarme con sus ojos tras sus gafas, los encuentro por un par de segundos. Él también me mira posiblemente sin verme. Concluyo que está viejo y cansado, y que con los tacones que calzo soy más alta que él.

Visitar una ciudad de tarde en tarde tiene siempre algo de novedoso. Nunca llego a saber por dónde ando, si voy o si vengo, aunque ahora una flechita azul en mi móvil me indica que voy por el camino acertado y no en dirección contraria a mi objetivo. La cuesta de Moyano es un tobogán de luz por donde el sol se deja caer al medio día. Transeúntes en ropa de deporte sudada, curiosos que se detienen a hojear (también sin "h") esos libros de segunda mano con aspecto de pertenecer a bibliotecas decimonónicas, conversación entre un librero y una clienta que parece atender con interés a los apuntes de este...

Madrid es una ciudad llena de signos candentes: banderas republicanas en algún balcón de Lavapiés, vallas para rodear a Neptuno, vallas para rodear el Congreso... Vallas de represión, vallas que detienen y marcan fronteras, vallas que protegen lo establecido. Las vallas nunca detuvieron el aire. Tampoco detiene, ni aún con lacerantes cuchillas, a quienes las saltan en busca de una esperanza. Madrid es un mismo escenario en donde se cruzan y se acallan voces. Madrid es decadencia, pero es también el humus de un presentimiento, de una insistencia que brota con fuerza.

Desde el tren, 5 de junio de 2014

Atardece en el tren. El placer de contemplar su lento deceso desde una ventanilla de tren, como esas flores que se cierran lentamente al final de la tarde y exhalan su último aroma, su última luz de color blanco o amarillo hasta cerrarse por completo a las sombras de la noche. El lejano horizonte del oeste manchego: olivos, encinas, rastrojos... ni rastro del verdor de la primavera. Y lejos, tan lejos su horizonte, como una voz que ya no se escucha, como un nombre que ya no se pronuncia.





1 comentario:

  1. Carmen, cómo me gusta lo que escribes. Mucho más que mucho de lo que leo,de autores conocidos y publicados. Ojalá vivieras cerca y pudiéramos charlar y tomarnos un café de tarde en tarde.
    A veces escribo, pero lo que escribo no es lo que es, no aflora lo que quiero expresar y me parece malo y supérfluo. A veces me ahogo por dentro porque no puedo expresar lo que siento.
    Muchas gracias. Ha sido un comienzo de domingo maravilloso.
    Make

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