19 de junio de 2014

La herida (o la huella, o la culpa, o la insoportable necesidad de la literatura)

Cuando tan sólo había avanzado unas páginas ya me había atrapado su tela de araña. El misterioso comienzo; ese hombre, funcionario de un ficticio estado (¿ficticio? ¿No existen esos estado que se adueñan de la vida de los hombres, no son los distintos sistemas que conocemos una manera de adueñarse, en mayor o menor medida, de la vida de los hombres? Tal vez tal distopía sea más real de lo deseado), al que se le encomienda una misión que acata como una orden sin saber en qué consiste, un poco como ese dejarnos llevar por lo establecido, una vida llena de misiones que cumplir ajenas a nosotros, encomendadas por otros, sin cuestionarnos cuál es la razón que nos mueve a levantarnos y caminar cada día... Decía, a esa sugerente intriga le siguió cierto desasosiego, la zozobra de la incertidumbre: un tren con un desconocido destino, una enigmática mujer, un viejo, una estepa nevada, un hotel perdido en medio de la nada, un asno... Y siempre un hombre solo que se deja arrastrar, más bien acepta ser guiado, hacia un destino desconocido.

Hay un momento en el hilo narrativo de La herida que me sugiere otra narración, no porque tenga que ver en su argumento, sino por esas sensaciones que van despertando los escenarios que describe su autor, por la originalidad de la idea y por el mismo desasosiego que me causó en su día su lectura. Me refiero a El don de Vorace y a Félix Francisco Casanova. Una obra esta difícil de encuadrar, que se precipita en un fluir compulsivo, como una escritura automática que su joven autor entrelaza y da forma como una araña hila su tela. Creatividad y exaltación literaria. La herida tiene momentos sublimes que son pura creatividad y exaltación literaria.

Por fin, tras un periplo inquietante, en la que el protagonista evoca otras misiones, como fue la de contador, en La herida, nuestro protagonista llega a su destino, La huella, y conoce su misión: la de suplantador. Y es el suplantador el que hace entrar al lector en conflicto consigo mismo. La literatura, entre otras cosas, tiene que servir para eso, para generar conflictos internos. A través de esas absurdas misiones que Anibal C. tiene que cumplir, el lector se plantea el peso del pasado, la necesidad de rescatarlo para redimirlo... el peso de los errores, de la impostura, de la apariencia... hasta qué punto nos autoengañamos y nos empeñamos en vivir en ese engaño, hasta qué punto somos incapaces de reconocer nuestra verdad, la del otro, o nuestra culpa y nuestra responsabilidad en ella. Hasta qué punto, creo que también se cuestiona, o yo así lo he percibido, la literatura es ese filtro, ese instrumento necesario y vital que expía los errores o las culpas, hasta qué punto la literatura nos redime.

La prosa de Santiago Casero es ágil, lúcida, con una indudable capacidad narrativa y una sintaxis hermosa cuyas imágenes obligan a su lector a detenerse y releer... Les invito a leer La herida, en cualquier caso, no les dejará indiferentes.


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