Hoy
es el día. Los nervios se comen las uñas de las manos hasta hacer sangrar los
dedos. Ya había olvidado esa sensación tan placentera como dolorosa que calmaba
mi ansiedad. En mi adolescencia, tuve que hacer auténticos esfuerzos para
evitar este vicio, como lo llamaba mi madre. Devoraba queratina con el mismo gusto que un helado.
Las reprimendas de mamá eran inútiles, hasta que alguien me dijo que mis dedos eran lo más repugnante
que había visto en su vida. En ese momento, odié a aquel imbécil, el guapo de
la clase, pero su hiriente comentario me hizo reparar por primera vez en esa
metamorfosis anfibia de mis manos. Además, aquella onicofagia empezaba a ser
preocupante, porque cualquier roce con el lecho de las uñas me provocaba un
dolor insoportable.
Mamá
fue tan insistente para erradicar mis vicios como para estimular mis virtudes.
Confiaba en que algún día escribiría algo importante, lo tenía así de claro: A mí se me ha echado el tiempo encima,
llego demasiado tarde a ese universo, pero tú… tú lo conseguirás. Sabía que
mi afición por la lectura, tan desmedida como mis atracones de uñas, me
convertiría también en un potencial para la escritura. Lo supo cuando leía
aquellas ridículas historias que empecé a escribir para entretener a mi hermana
Beatriz, a la que no le gustaba nada leer, pero aguantaba estoicamente, con las
piernas cruzadas sobre la mesa, los cuentos
que me inventaba: aventuras y desventuras de animales que se perdían en
el bosque. Lo que para mí era solo una ocurrencia inocente e infantil, para mi
madre eran atisbos de genialidad y sensibilidad: un animal perdido en su
hábitat, como esos seres humanos perdidos en las ciudades, en su rutina
existencial. En realidad, yo sólo proyectaba en esos animales el pánico que
sentía cuando iba con mis padres a un centro comercial.
Antes
de ir al evento, templaré esta ansiedad haciendo el amor con Fran. Se lo diré,
le diré que me haga el amor. Le excita sobremanera que se lo pida, y nunca dice
que no. Deja lo que esté haciendo y me toma con una fingida sumisión que a mí
también me excita sobremanera, y terminamos en un total desenfreno. Mientras lo
hacemos, me siento como el río al que la incesante lluvia agita y desborda. Y
después, igual que ese río retoma sereno su cauce, me invade un extraño sosiego
tras ese punto álgido de placer en el que, por un fugaz instante, mi mente se
vacía por completo y mi cuerpo parece abandonarse a la atonía, cual reloj
derretido de Dalí. Hacer el amor con Fran es como resetear la mente, limpiarla
de la porquería del día para empezar de nuevo. Necesito vaciar mi mente para
llenarla solo de lo que me espera en esa sala. Solo pensar en cientos de ojos y
de oídos pendientes de mí y de lo que salga de mi boca me descontrola los
esfínteres. Esa es otra, ya he ido al baño tres o cuatro veces. Me haré un té,
eso sujeta las tripas.
El
amor no es renuncia, sino todo lo contrario: una completa entrega a cuanto
deseamos ser. Con Fran soy todo cuanto deseo ser. A mamá le hubiese encantado.
Ella decía que esos hombres con los que te sientes tan amada como libre no
existen. Sí existen, mamá, y también follan de maravilla. A ti no te bastó que
papá te hiciese bien el amor. La plenitud de una polla dentro de nuestro cuerpo
es proporcional al vacío que deja al salir de él. Y así era como te sentías,
vacía. Y cuando decidiste dar aquel paso tan importante, cuando creíste que tus
hijas ya habíamos crecido lo suficiente para entenderlo y para perdonarte, te
sorprende la muerte en una curva. ¡Ay, mamá, si es que ibas como loca! A papá
lo dejaste tan solo que se refugió en una italiana. Sí, mamá, como te digo: una
extranjera dicharachera que no le deja poner el culo en el sofá. Él no era de
refugiarse en la bebida ni otros vicios.
Ya conoces sus hipocondrias. Y nosotras no éramos capaces que consolar su
desconsuelo. La separación ya lo tenía ensimismado, pero tu inesperada muerte
lo descolocó del todo. Nos pasó un poco a todos, mamá, y ahora es cuando
empezamos a recolocarnos, que no es otra cosa que asumir definitivas ausencias
y retomar esa normalidad que tanto detestamos por su rutina y que tanto
añoramos en medio del caos. Pero ya te digo, mamá, empezó a viajar los fines de
semana a la costa, en invierno, como un prejubilado que solo aspiraba a una
temperatura media agradable y a no más bullicio que el sonido del mar. Sé que
estás deseando saberlo: no, mamá, ni es más joven ni más guapa que tú. Creo que
papá arrastra el peso de una culpa, y es la de
no haber sabido hacerte feliz. No lo expresa, ya sabes lo inexpresivo
que es para todo, pero lo intuyo cuando te nombra y después le sucede un
sostenido silencio.
Cuántas exigencias las del amor, ¿verdad,
mamá? Tenía que bastar ser como somos,
no querer colonizarnos ni apoderarnos de la vida del otro. Tan sencillo como
compartir lo que deseamos compartir y no invadir la inviolable libertad de cada
uno. Es un gran error querer ser uno siendo dos. No somos dos mitades, somos
dos completos, y como tal hay que convivir. Fran es Fran y yo soy yo, y disfrutamos de lo que compartimos y obviamos
lo que nos hace feliz por separado. Tal vez no dure para siempre, pero no nos
planteamos mañana, solo hoy… Y hoy Fran está aquí, conmigo, aunque no vendrá a
la presentación. Le he pedido que no lo haga, porque su presencia me hará
sentirme más insegura, no puedo remediarlo.
No ha habido escenita ni malas caras, todo lo contrario, me ha dicho que si
necesitaba algo antes de que llegue la hora que se lo dijese. Y vaya si lo
necesitaré.
Este
libro ha necesitado mucho espacio vital en donde poder escribirse, muchas horas
de dedicación exclusiva, y Fran hizo su concesión para que eso fuese posible.
Se quitó del medio, sin reproches. Aparecía por el estudio lo justo, cargado de
comida china para cenar juntos y hacer el amor después. Lo próximo que le
pediré será un hijo. Quiero un hijo de Fran que me crezca en las entrañas, pero
eso más adelante. Ahora voy a disfrutar de este otro parto, de esta novela
hecha de fragmentos de la vida de mi madre y de sus hermanos, de aquella
familia que un día empezó a difuminarse, como las caras de todos sus miembros
en aquel retrato que encontré en Imágenes y que mamá guardaba en una exclusiva
carpeta. Al observar a cada uno de ellos e intentar ver más allá de aquella
imprecisión de sus rostros, surgió la idea y el título de esta novela: ‘Fisonomía
de un retrato’. No espero que sea un gran éxito, aunque a mi vanidad le
gustaría. Por el momento ya tiene el Premio de la Crítica a la mejor novela de
autor novel. Y esos somos mi novela y yo. Mi éxito sería su éxito, el de mi
madre, porque las miles de palabras que aparecen aquí están inspiradas en las
suyas y en aquella fotografía que más tarde llegó a mis manos en papel,
retorcida como un dolor. De nuestra familia al completo, mis padres, mi hermana
y yo, no hay ni una sola fotografía. Eso me empujó a escribir, a crear esa
imagen desde las palabras. El resultado es mi novela.
Mamá
tenía muchos escritos archivados en una carpeta a la que puso el nombre de
Relatos inconclusos. En otra, con el nombre de Cursos de escritura
autobiográfica, guardaba pequeños relatos autobiográficos que he releído
cientos de veces. Su empeño por la escritura fue tan obstinado como sus regaños
con las uñas. La vida se llena de
terapias al mismo tiempo que se vacía de ilusiones, y las terapias no nos
devuelven la ilusión, solo nos convierten en unos maníacos compulsivos, seres
de conductas repetitivas para paliar el caos que nos produce la presión de la
vida. ¿Era la escritura un tipo de psicoterapia para mi madre? Posiblemente.
También una manera de embellecer o de poetizar la realidad, el día a día. La
apabullante necesidad de encontrar el matiz con un simple adjetivo, y de
contar… Mi madre necesitaba contar y contarse como vital aprehensión del mundo
que le rodeaba, de lo vivido por ella y por quienes se relacionaron con ella. A su madre, mi abuela, mamá le estaba
dedicando una novela. Un proyecto ambicioso en el que reflejaba las vidas de
aquellos niños de posguerra, la adaptación al hambre y a la pobreza como ley de
vida desde la mirada de la mujer, primero niña, luego adolescente, luego
convertida en una mujer condenada a vivir bajo la autoridad del hombre: padre,
hermanos, marido… Mujeres de luto perenne, a las que se les impedía gozar del
sexo, expresarse con libertad, salir solas, se les inculcaba la abnegación y la
entrega y el sentirse culpables o pecadoras ante cualquier deseo de libertad o
independencia. Mujeres a quienes la represión condenó a un exilio interior, al
silencio. Aquello hizo de muchas de ellas fortalezas indestructibles.
Podría
haber desarrollado un paralelismo de
fisonomías: el retrato de familia de mamá con sus hermanos y sus padres
con y la inexistente foto de nuestra
familia. La disgregación de una y de la otra, las comparaciones de arraigos, de
destinos, de vidas segregadas, de los sentires que unen a los miembros de una
misma sangre, de los acontecimientos que los marcan y los separan… Todo se
escribirá. Algún día.
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