20 de junio de 2014

Fisonomía de un retrato

Hoy es el día. Los nervios se comen las uñas de las manos hasta hacer sangrar los dedos. Ya había olvidado esa sensación tan placentera como dolorosa que calmaba mi ansiedad. En mi adolescencia, tuve que hacer auténticos esfuerzos para evitar este vicio, como lo llamaba mi madre. Devoraba  queratina con el mismo gusto que un helado. Las reprimendas de mamá eran inútiles, hasta que alguien  me dijo que mis dedos eran lo más repugnante que había visto en su vida. En ese momento, odié a aquel imbécil, el guapo de la clase, pero su hiriente comentario me hizo reparar por primera vez en esa metamorfosis anfibia de mis manos. Además, aquella onicofagia empezaba a ser preocupante, porque cualquier roce con el lecho de las uñas me provocaba un dolor insoportable.

Mamá fue tan insistente para erradicar mis vicios como para estimular mis virtudes. Confiaba en que algún día escribiría algo importante, lo tenía así de claro: A mí se me ha echado el tiempo encima, llego demasiado tarde a ese universo, pero tú… tú lo conseguirás. Sabía que mi afición por la lectura, tan desmedida como mis atracones de uñas, me convertiría también en un potencial para la escritura. Lo supo cuando leía aquellas ridículas historias que empecé a escribir para entretener a mi hermana Beatriz, a la que no le gustaba nada leer, pero aguantaba estoicamente, con las piernas cruzadas sobre la mesa, los cuentos  que me inventaba: aventuras y desventuras de animales que se perdían en el bosque. Lo que para mí era solo una ocurrencia inocente e infantil, para mi madre eran atisbos de genialidad y sensibilidad: un animal perdido en su hábitat, como esos seres humanos perdidos en las ciudades, en su rutina existencial. En realidad, yo sólo proyectaba en esos animales el pánico que sentía cuando iba con mis padres a un centro comercial.

Antes de ir al evento, templaré esta ansiedad haciendo el amor con Fran. Se lo diré, le diré que me haga el amor. Le excita sobremanera que se lo pida, y nunca dice que no. Deja lo que esté haciendo y me toma con una fingida sumisión que a mí también me excita sobremanera, y terminamos en un total desenfreno. Mientras lo hacemos, me siento como el río al que la incesante lluvia agita y desborda. Y después, igual que ese río retoma sereno su cauce, me invade un extraño sosiego tras ese punto álgido de placer en el que, por un fugaz instante, mi mente se vacía por completo y mi cuerpo parece abandonarse a la atonía, cual reloj derretido de Dalí. Hacer el amor con Fran es como resetear la mente, limpiarla de la porquería del día para empezar de nuevo. Necesito vaciar mi mente para llenarla solo de lo que me espera en esa sala. Solo pensar en cientos de ojos y de oídos pendientes de mí y de lo que salga de mi boca me descontrola los esfínteres. Esa es otra, ya he ido al baño tres o cuatro veces. Me haré un té, eso sujeta las tripas.

El amor no es renuncia, sino todo lo contrario: una completa entrega a cuanto deseamos ser. Con Fran soy todo cuanto deseo ser. A mamá le hubiese encantado. Ella decía que esos hombres con los que te sientes tan amada como libre no existen. Sí existen, mamá, y también follan de maravilla. A ti no te bastó que papá te hiciese bien el amor. La plenitud de una polla dentro de nuestro cuerpo es proporcional al vacío que deja al salir de él. Y así era como te sentías, vacía. Y cuando decidiste dar aquel paso tan importante, cuando creíste que tus hijas ya habíamos crecido lo suficiente para entenderlo y para perdonarte, te sorprende la muerte en una curva. ¡Ay, mamá, si es que ibas como loca! A papá lo dejaste tan solo que se refugió en una italiana. Sí, mamá, como te digo: una extranjera dicharachera que no le deja poner el culo en el sofá. Él no era de refugiarse en  la bebida ni otros vicios. Ya conoces sus hipocondrias. Y nosotras no éramos capaces que consolar su desconsuelo. La separación ya lo tenía ensimismado, pero tu inesperada muerte lo descolocó del todo. Nos pasó un poco a todos, mamá, y ahora es cuando empezamos a recolocarnos, que no es otra cosa que asumir definitivas ausencias y retomar esa normalidad que tanto detestamos por su rutina y que tanto añoramos en medio del caos. Pero ya te digo, mamá, empezó a viajar los fines de semana a la costa, en invierno, como un prejubilado que solo aspiraba a una temperatura media agradable y a no más bullicio que el sonido del mar. Sé que estás deseando saberlo: no, mamá, ni es más joven ni más guapa que tú. Creo que papá arrastra el peso de una culpa, y es la de  no haber sabido hacerte feliz. No lo expresa, ya sabes lo inexpresivo que es para todo, pero lo intuyo cuando te nombra y después le sucede un sostenido silencio.

Cuántas exigencias las del amor, ¿verdad, mamá?  Tenía que bastar ser como somos, no querer colonizarnos ni apoderarnos de la vida del otro. Tan sencillo como compartir lo que deseamos compartir y no invadir la inviolable libertad de cada uno. Es un gran error querer ser uno siendo dos. No somos dos mitades, somos dos completos, y como tal hay que convivir. Fran es Fran y yo soy yo, y  disfrutamos de lo que compartimos y obviamos lo que nos hace feliz por separado. Tal vez no dure para siempre, pero no nos planteamos mañana, solo hoy… Y hoy Fran está aquí, conmigo, aunque no vendrá a la presentación. Le he pedido que no lo haga, porque su presencia me hará sentirme más  insegura, no puedo remediarlo. No ha habido escenita ni malas caras, todo lo contrario, me ha dicho que si necesitaba algo antes de que llegue la hora que se lo dijese. Y vaya si lo necesitaré.

Este libro ha necesitado mucho espacio vital en donde poder escribirse, muchas horas de dedicación exclusiva, y Fran hizo su concesión para que eso fuese posible. Se quitó del medio, sin reproches. Aparecía por el estudio lo justo, cargado de comida china para cenar juntos y hacer el amor después. Lo próximo que le pediré será un hijo. Quiero un hijo de Fran que me crezca en las entrañas, pero eso más adelante. Ahora voy a disfrutar de este otro parto, de esta novela hecha de fragmentos de la vida de mi madre y de sus hermanos, de aquella familia que un día empezó a difuminarse, como las caras de todos sus miembros en aquel retrato que encontré en Imágenes y que mamá guardaba en una exclusiva carpeta. Al observar a cada uno de ellos e intentar ver más allá de aquella imprecisión de sus rostros, surgió la idea y el título de esta novela: ‘Fisonomía de un retrato’. No espero que sea un gran éxito, aunque a mi vanidad le gustaría. Por el momento ya tiene el Premio de la Crítica a la mejor novela de autor novel. Y esos somos mi novela y yo. Mi éxito sería su éxito, el de mi madre, porque las miles de palabras que aparecen aquí están inspiradas en las suyas y en aquella fotografía que más tarde llegó a mis manos en papel, retorcida como un dolor. De nuestra familia al completo, mis padres, mi hermana y yo, no hay ni una sola fotografía. Eso me empujó a escribir, a crear esa imagen desde las palabras. El resultado es mi novela.

Mamá tenía muchos escritos archivados en una carpeta a la que puso el nombre de Relatos inconclusos. En otra, con el nombre de Cursos de escritura autobiográfica, guardaba pequeños relatos autobiográficos que he releído cientos de veces. Su empeño por la escritura fue tan obstinado como sus regaños con las uñas.  La vida se llena de terapias al mismo tiempo que se vacía de ilusiones, y las terapias no nos devuelven la ilusión, solo nos convierten en unos maníacos compulsivos, seres de conductas repetitivas para paliar el caos que nos produce la presión de la vida. ¿Era la escritura un tipo de psicoterapia para mi madre? Posiblemente. También una manera de embellecer o de poetizar la realidad, el día a día. La apabullante necesidad de encontrar el matiz con un simple adjetivo, y de contar… Mi madre necesitaba contar y contarse como vital aprehensión del mundo que le rodeaba, de lo vivido por ella y por quienes se relacionaron con ella.  A su madre, mi abuela, mamá le estaba dedicando una novela. Un proyecto ambicioso en el que reflejaba las vidas de aquellos niños de posguerra, la adaptación al hambre y a la pobreza como ley de vida desde la mirada de la mujer, primero niña, luego adolescente, luego convertida en una mujer condenada a vivir bajo la autoridad del hombre: padre, hermanos, marido… Mujeres de luto perenne, a las que se les impedía gozar del sexo, expresarse con libertad, salir solas, se les inculcaba la abnegación y la entrega y el sentirse culpables o pecadoras ante cualquier deseo de libertad o independencia. Mujeres a quienes la represión condenó a un exilio interior, al silencio. Aquello hizo de muchas de ellas fortalezas indestructibles.

Podría haber desarrollado un paralelismo de  fisonomías: el retrato de familia de mamá con sus hermanos y sus padres con y la inexistente foto de nuestra familia. La disgregación de una y de la otra, las comparaciones de arraigos, de destinos, de vidas segregadas, de los sentires que unen a los miembros de una misma sangre, de los acontecimientos que los marcan y los separan… Todo se escribirá. Algún día.





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