22 de julio de 2014

Soles y lunas de infancia

¿Qué había más allá del verano? Más allá del verano había otro lejano verano. El verano era la estación esperada: liberaba nuestros pies de los zapatos; vestíamos con pantalón corto ligero cuando nuestros cuerpos eran asexuados: planos y rectos, en donde sólo se marcaban nuestras escuálidas costillas; los días eran interminables, como nuestras energías; el sol caía lento al otro lado de una pared encalada, que se lo tragaba antes que la sierra. En aquella luz imprecisa se hacía presente cierta melancolía, como un pesar ante el fin inexcusable de tan vivificante luz. También venían los primos, aquellos niños de níveos rostros venidos de un remoto lugar llamado Madrid en donde mi tío perdió su nombre.

Las noches de verano eran sillas en las puertas regadas con cubos de agua, para refrescar aquellas calles recién encementadas del calor acumulado durante el día. Un vapor flamígero con olor a alquitrán, a veces casi asfixiante, ascendía hasta colarse por nuestra nariz para convertirse en evocación de infancias, de las torrenciales tormentas de verano, aquellos aguaceros que desbordaban las atarjeas atascadas de lodo, ramas secas y restos de papeles y convertían las calles en violentos riachuelos en busca de su cauce. 

El progreso había traído el encementado y el embaldosado de las aceras, en donde ya no podría crecer la hierba entre sus piedras en primavera. Como una eterna resistencia, aquellas diminutas florecillas siguieron abriéndose paso entre las grietas del cemento y en los ángulos rectos de las paredes. Desde toda la vida, la mía de siete años, aquellas calles habían sido de tierra, que igualmente se regaba para asentar aquel polvo rojo que parecía provenir de El Sahara y que removía las tolvaneras en forma de remolinos locos que nos cegaban los ojos. Polvo que manchaba nuestros pies inquietos y que se molía como harina bajo las pezuñas de las bestias al regreso de las huertas. A los niños nos gustaba acercarnos a esos carros cargados de cebollas, pimientos, pepinos y tomates recién cortados, con su olor a hierba fresca, con su aroma a campo. El celo de los adultos, que nos disuadían de acercarnos demasiado por si alguna mala idea de la bestia nos ponía en peligro de una coz. Nos gustaba ver cómo desuncían al animal del carruaje, de todos esos aperos que llevaba encima, cómo se liberaba de su yugo y se encaminaba, cual perro de Paulov educado por un estímulo, hacía un pequeño abrevadero en donde bebía insaciablemente. Podían apreciarse esas bolas de agua como un bulto recorriendo internamente su cuello alargado. Luego esperaba paciente a que su dueño lo encaminase a su cuadra.

La siesta era aquel momento estrella, de rincones secretos y silenciosos juegos mientras los mayores se amodorraban tras comer. Atravesábamos los patios, veloces, como en misiones secretas, quemándonos las plantas de los pies con el suelo ardiente. Rebuscábamos entre los cajones de los muebles viejos abandonados en los porches, en busca de enseres inútiles que la imaginación convertía en cualquier cosa imprescindible para el juego. El sol, como un enorme melocotón en un cielo azulado y ausente de nubes, convertía el patio encalado en un prodigio de luz en el que pareciese que fuese a tener lugar una fantástica revelación.

Pero el momento mágico llegó una noche en el que a mi madre se le ocurrió la idea, tras un día de insoportable calor, de subir colchones a la terraza (uno de nuestros rincones de infancia aquella terraza, en donde simulábamos el vuelo de los pájaros) y dormir bajo el cielo estrellado. Los niños acogimos con entusiasmo aquella idea. Sentí aquel cielo infinito, tan distante y lejano, como una bóveda protectora sobre nuestras cabezas. De vez en cuando una estrella se descolgaba del cielo, y mi madre nos invitaba a pensar un deseo. No recuerdo ninguno de los deseos que pudiese pedir entonces, a decir verdad, siempre me he sentido ridícula cerrando los ojos y pidiendo deseos. Creo que mi vida de niña estaba tan colmada que no anhelaba nada diferente a lo que ya tenía, solo quería que no se perdiese nada. Con el tiempo, muchos años después, le di un sentido metafórico a aquellas estrellas muertas, aquellos astros que se apagaban ante nuestros ojos en breves segundos y que allá arriba tardaban años en morir y apagarse definitivamente. Aquellas estrellas no eran otra cosa que esas pérdidas que yo temía, eso que sentimos que se escapa con el tiempo, eso que irremediablemente se va y que alguna vez creímos que sería eterno como aquellas otras estrellas péndulas que no caían. La infancia y su final impreciso, los amigos que se pierden, los amores que dejan de serlo, las oportunidades, aquella opción de vida que pudo ser y no fue (esos trenes a los que nunca te subes o en donde tuviste un pie)...
Recuerdo aquella manera de sobrevenir el sueño, bajo aquel cielo oscuro lleno de puntos de luz, como algo místico.

Hace mucho tiempo, diría siglos, que no experimento aquella liberadora sensación de dormir bajo un cielo de verano y que te despierte la luz del amanecer, ni aquella manera de quedarse dormido contemplando panza arriba las estrellas. Tal vez alguna noche de, aún, un lejano verano...



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