15 de mayo de 2014

Nocturnidad y enseres

Veo la sonrisa de Ana Frank en su Diario, desde el ángulo oscuro de una de las estanterías. Ella no me mira a mí, lo hace hacia el infinito, hacia lo perdido, ligeramente hacia el cielo. Reparo en su rostro de adolescente, en la candidez del gesto, ajeno a su desenlace, lo cual convierte esa sonrisa en algo terrible.

Dream, de John Cage, suena de fondo, como en un susurro, para no desvelar al silencio. Detesto escuchar música con los cascos, prefiero que invada los rincones de la estancia en donde me encuentro, que me rodee como el aire. Se me ocurre que vivimos entre muros de papel incapaces de ser fortalezas de nuestra intimidad. El vecino nos oye entrar o salir, discutir, reír, toser y follar.

El elefante indio que compré en una tienda de decoración, que bien podría haber sido en un chino, pero no, fue en esa tienda exótica que se llama Otros Mundos, y que mantiene un sempiterno cartel en el escaparate que dice LIQUIDACIÓN, mira hacia la ventana. Alguna vez me comentaron algo sobre una superstición con respecto a los elefantes indios; siempre deben mirar hacia la puerta, para atraer la buena suerte, y su trompa debe estar hacia arriba. La trompa de mi elefante indio mira hacia el suelo y su posición es según queda cuando se limpia el polvo. 

Al fondo del salón, las hojas de la única planta que decora esta casa se desparraman como una derrota, como las parábolas que describen sobre el cielo los fuegos artificiales. Se me olvida regarla... La crueldad del olvido, porque ella es silenciosa presencia, sin reclamos ni reproches. Es injusta la relación de dependencia para el que depende, sea por naturaleza o sobrevenida. Aún así, ella es agradecida al agua que la riega cuando agoniza cabizbaja a la luz de la ventana, como recibir una caricia inesperada, como el alivio de una palabra que nos salva y nos reconcilia con el mundo. Se atiesa de nuevo y reverdece.

¿Qué se hace con las decenas de películas infantiles? Llenaron mañanas y sobremesas de verano, meriendas... Ahora permanecen mudas, en el ostracismo de sus cajas, relegadas por otros ocios, por otras inquietudes. Mi madre, hace años, me hubiese dicho que las guardase para mis nietos. Hoy, ella y yo sabemos que nada se detiene, que giramos a velocidad de vértigo, que aquella muñeca que mantuve intacta en su caja para cuando tuviese hijas fue un sacrificio inútil, porque mis hijas tuvieron otros juegos y otras muñecas, tuvieron media docena o más, pero no aquella que para mí fue la única y acabó perdiéndose en el tiempo.

La noche se aviene a mi asiento, con mi mismo cansancio. Compañera y cómplice, parece detenerse en los mismos objetos sombre los que deja caer su sombra y su peso, como el peso de unos párpados que llevan demasiadas horas abiertos. Ya está bien, por hoy.

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