27 de julio de 2015

El funeral

Morí ayer. Siempre imaginé que moriría en un accidente, porque he gozado de tan buena salud que sólo podía imaginar una muerte accidental. Así que me imaginaba atropellada en un paso de cebra cuando lo cruzaba alegremente, o me arrollaba un camionero que hablaba por el móvil con su mujer o con una señorita de alguna línea erótica mientras conducía, sin intención al meterse en mi carril, pero me arrollaba. Y morí ayer, de la muerte más tonta: atragantada con el hueso de una aceituna.

Ahí están mis vecinas de toda la vida, cariacontecidas. ¿Cómo no van a asistir al último adiós aquellas compañeras de juegos y de confidencias de la infancia? Algunas fueron como hermanas mayores. Me hubiese llevado un disgusto post mortem si no estuviesen las que creo que deben estar. Algunos compañeros de la EGB también han venido a darme su último adiós. No lo esperaba de Raquel, éramos rivales en las actividades deportivas, y si podía evitarme por la calle para no saludar, me evitaba. De estas inquinas tontas, en donde nunca hubo discusión alguna, pero parecía que donde estaba una no había lugar para la otra, y cada cual tenía marcado su territorio con sus adeptos dentro.

En una cosa así, no suelen faltar los familiares más allegados, pero el tío Pablo y el tío Jero no están. La ciudad los convirtió en unos renegados del pueblo y unos exiliados de los afectos. Terminaron perteneciendo a ninguna parte. No fueron nadie en aquellas ciudades dormitorios ni en aquellas barriadas de bloques de ladrillos, en donde nadie conocía sus motes ni si eran hijos o hermanos de quien. No supieron ser seres sin identidad en la aspereza del asfalto. Vinieron al entierro de los abuelos, y poco a poco cesaron las llamadas por Navidad y Año Nuevo. Mi pobre madre siempre decía (sé que con la boca chica, porque le dolía) que el plato que le tenían boca arriba, cuando quisieran, que se lo pusieran boca abajo, como dando a entender que no los necesitaba para nada. Pero yo sé que aquello era puro orgullo. Ah, el orgullo... Han venido el primo Manuel y la prima Cris. Seré, tal vez, evocación de sus infancias; la prima mayor que jugaba con ellos cuando venían de Madrid, y les curaba los arañazos de las rodillas.

También está Martín, ese niño que me quiso tanto y al que yo no quise... o quise de la peor manera, con mucho cariño y sin ninguna promesa de amor. Luego yo me fui y él se quedó, y cada uno hizo su vida. Nunca me ha negado un gesto amable, tan atento y educado siempre que hemos coincidido en algún evento común. Alguna vez me hacía sentir de nuevo culpable, por no haberle correspondido como merecía. La injusticia del amor, me dijo una vez alguien. Ahí está, cabizbajo y con los brazos cruzados sobre su pecho.

Mis dos ex maridos se han sentado en el mismo banco. Se llevaron mejor entre sí que yo con ninguno de ellos. Se han dado un apretón de manos y un golpecito en la espalda. Ambos tienen los ojos rojos. Me consuela saber que alguna pequeña cosa, que cantaba Serrat, les hace llorar, y mi ego (compruebo que sigue habiendo ego en la eternidad) se complace al saberlos aquí. Después de todo, va a ser que me quisieron. 

No he expresado a nadie mi última voluntad. No he sido nunca mujer de antojos ni caprichosa, y he sentido siempre cierto pudor a delegar en alguien algo que me correspondiese hacer a mí. En definitiva, me parece un marrón que alguien se recorra medio mundo para esparcir cenizas y cosas así. Tampoco tengo claro si eso hay que dejarlo por escrito ante un notario o basta con que se lo digas a tu más fiel amiga o amigo, ese que nunca te ha fallado en vida y tampoco lo hará después de muerta. Pero como todo ha sucedido tan de repente... Aquí me quedo, en un nicho de un cementerio de ciudad, en donde alguien dejará de tarde en tarde un ramo de flores (no me gustan las flores cortadas. Eso lo aprendí de las amapolas). Luego sucederá lo mismo que con las llamadas de teléfono del tío Pablo y del tío Jero por Navidad. Será la mía una tumba sin flores en esta ciudad que me acogió como a una huérfana. Aquí, lejos de todo y de todos los que hoy se han acercado a despedirme, reencontré aquella palabra perdida: felicidad. Qué más leve puede ser su tierra.





2 comentarios:

  1. Carmen, no te mueras por favor jeje, o iré a buscar tu tumba para plantar alrededor un bonito jardín en donde siempre haya flores para ti. No puedes dejarnos sin estos relatos tuyos en donde a uno se le encoje el alma a la par que sonrie.

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  2. Oh, qué bonito.
    Intención no tengo (de morirme, digo), pero quién sabe lo que trama la muerte enamorada y lo torpe de esta vida desatenta... Gracias, fiel seguidor de tan humilde blog ;)

    Abrazos

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