8 de febrero de 2016

Miguel

Miguel era rubio, y tenía el pelo largo, indómito, daban ganas de meter las manos entre sus mechones y perderse en ellos como en un mar revuelto. Reía, reía mucho, como si en lugar de nacer con llanto lo hubiese hecho así, riendo hasta que se le cayese la baba como a un lelo. La intentaba sorber, inútilmente. Después la limpiaba con la misma manga con la que se limpiaba los mocos. Era un desharrapado, un niño callejero. Pero tenía padre, y madre. Su madre era una voz que salía de una salita siempre en penumbra, casi sin fuerza, y que decía: "Miguel, no corras... no grites... que me va a estallar la cabeza". En una ocasión, me asomé a ver a esa mujer a la que todos los días le estallaba la cabeza, y su cabeza no tenía ni un sólo pelo. También tenía un lunar junto a la boca, muy negro y muy redondo sobre aquella palidez tan nívea que no sólo resaltaba aquel lunar al borde de unos blancos labios gruesos, también pude ver las azuladas venas que palpitaban en la sien, y una muy gruesa que ascendía por el cuello. Estuve a un palmo de ella, pero no me oyó, o hizo como que yo no estaba allí, o como que ella no estaba allí. Permaneció con los ojos cerrados mientras se balanceaba en una mecedora que crepitaba en el lento vaivén, impulsada por sus piernas largas, muy largas. "La madre de Miguel está calva, y siempre le duele la cabeza", le dije un día a mi madre. Ella parecía estar al tanto de la calvicie de la madre de mi amigo, y me reprendió por entrar allí, a alterar el descanso de aquella mujer que me pareció un rebujo de trapos sobre aquella mecedora. Y luego añadió: "Póbrecita Rosa"

Un día, Miguel se quedó sin madre. Y, al pobrecita rosa, las mujeres de la calle añadieron otros lamentos de indignación; con lo que le había aguantado la pobre Rosa a Pepe: su mal vino, su mala sangre, su mano suelta... para que la vida le tuviese reservado eso. Entonces Miguel se quedó solo con su padre, y creo que aquello no le gustó mucho, porque dejó de reír tanto, a decir verdad, cada vez reía menos. Siguió siendo un niño desaliñado, pero con el pelo corto. Un día, tras una botella de vino, antes de irse a acostar, su padre tomó la máquina de esquilar las ovejas, y, cansado de verle con esas greñas, lo peló al cero y se llevó media oreja izquierda. Le dijo que estaba harto de tanto piojo. 

Cuando cumplió los catorce, se hizo la raya en medio, pero su pelo rubio tendía a la misma rebeldía, a enmarañarse como si siempre soplase el viento, así que llevaba un peine -lo había visto en las películas- en el bolsillo de su chupa de cuero que no era de cuero, y lo pasaba una y otra vez sobre su cabeza. Encendía los cigarros cerrando uno de sus ojos, y daba una calada tan profunda que su cara se perdía entre la bocanada de humo que exhalaba su boca. Su gesto de hombre a medio hacer era tan burdo que resultaba ridículo. Se afeitaba la pelusilla del bigote y de la barbilla, y aunque a sus hormonas aún le quedaban rematar el definitivo crecimiento, era delgado y más bien bajo, un encanijado con gesto amargo. 

El día que su padre entró por la puerta con una mujer para que se quedase a vivir con ellos, él decidió salir definitivamente de aquella casa. Recorrió varias ciudades, de las que siempre salía por peteneras: perseguido por algún traficante que quería cobrar lo suyo, por algún chulo que juraba que como volviese a verlo lo rajaría de arriba a abajo, o por alguna mujer que lo maldecía por haberla dejado sin un puto duro.

Se lo encontró un operario del ayuntamiento, cuando pasaba con el camión cisterna de la limpieza por un callejón sin salida. Estaba sentado en una esquina, con las piernas abiertas y apoyado contra la pared. Su pelo largo e indómito le caía sobre las mejillas, y su boca dibujaba una mueca, como una sonrisa contraída. Tenía varias puñaladas en el abdomen, y un corte profundo en el cuello. 

Se lo dije a mi madre. ¿Te acuerdas de Miguel? Y ella no recordaba. Sí, el hijo de Rosa, ¿te acuerdas de Rosa?, insistí. Y cuando acabé de contarle, dijo: "Póbrecita Rosa".

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