Ni las calles ni las
plazas de esta ciudad sin importancia
son escenarios de ninguno de mis rincones de infancia, ni reconozco sobre sus
muros el resplandor de los soles de verano sobre la cal viva, ni la tierra
abrasadora del suelo bajo los pies descalzos. En ninguno de sus parques jugué
al pilla pilla ni al balón robado con mis hermanos y mis primos. Sobrevuelan
estas calles sin importancia escasos
vencejos, y juguetones gorriones bañan, junto a unas cuantas palomas, su calor
en la fuente de la plaza Mayor. Su piar es casi inaudible, atenuado por el rumor
de pequeña ciudad, y su vuelo se pierde entre las alturas de los bloques. No se
escucha el canto de las cigarras en verano, ni silba el viento entre los aleros
de los tejados en los días grises del invierno. Es el suyo, el de esta ciudad sin importancia, otro
bullicio: de terrazas de bares, sobre las que cae lenta la noche y su cansancio,
en el verano; y de persianas y toldos blandiéndose por el golpeteo incesante del
aire en sus inviernos de frío negro.
Alguien dijo, o escribió, que uno no es de donde nace, sino en donde se hace. Y entre estas calles nos vamos haciendo. ¿Cuántas veces daremos la vuelta al mundo caminando sobre las mismas calles a lo largo de toda una vida? ¿Cuántos pasos necesitan ser dados en un lugar para sentir que eres?
Son sus edificios moles
de hormigón a los que no se asoma ninguno de los fantasmas de mis viejos
vecinos. Inánimes muros avejentados por el polvo oscuro de los motores de los
coches, y de toldos descoloridos. Ni siquiera sus jardines o sus parques
guardan un banco en el que pueda reconocerme aprendiendo a besar, ni una mesa
de bar en donde tuviese lugar una despedida o un reencuentro, ni una sola esquina
en donde buscar un escondrijo para amar alguna vez. Y en ese cementerio, del
que diviso los cipreses como lanzas apuntando hacia las nubes blancas en alguna
tarde de paseo, ninguna tierra cubre el polvo de mis muertos.
Esta es una ciudad sin importancia, una ciudad
que no evoca la vida, la mía, una ciudad en donde no tengo historia, una finita
ciudad sin memoria mí. Tierra adoptiva por donde ahora transita este instante que
ya suma más de treinta años. Aquí llegué en plena adolescencia. Sin ningún sentido
de pertenencia, en esta ciudad sin
importancia transcurría mi exilio de lunes a viernes. Lo vital aún seguía
en ese pueblo que me vio nacer, porque en él se albergaba toda evocación de lo
que había sido hasta entonces. Aquí sólo era una estudiante más que venía de los pueblos, alguien de paso y sin
pasado entre sus calles, que pensaba en un futuro en alguna otra parte.
¿Y quién podía saber
entonces nada de esto? De esta vida que hoy transcurre casi en el mismo barrio;
que mi itinerario habitual es la plaza del Carmen, el punto final de la calle
Caballeros, por la que sigo descendiendo casi a diario, y dejo a la izquierda
esa residencia que aún sigue siendo de estudiantes y regentada por las mismas
monjas. Me dirijo a la plaza Mayor, tomo asiento en alguna de sus terrazas y me
ensimismo con esos gorriones y palomas que se bañan en la fuente de Alfonso X,
mientras tomo un descafeinado o un zumo de naranja. A veces me acompaño de un
libro, otras me siento un poco como el
autor de Amos Oz en ‘Versos de vida y muerte’; observo esas caras
familiares, como si las conociera desde siempre y de las que en realidad no sé
nada, y le invento ese instante de vida, o la vida entera, si hace falta.
Esta plaza de esta ciudad sin importancia, acogió mi
maternidad recién estrenada, reciente escenario de la infancia de mis hijas, de
sus primeros llantos por un arañazo en las rodillas. Sus parques son el verdor
de sus primaveras y el frescor de sus risas infantiles. Y es este sosiego suyo,
de pequeña ciudad de provincias, esta calma chica que tantas veces me ha
desesperado, la que ha sido fuente de tranquilidad para estas dos infancias que
ya han quedado atrás aunque nunca dejen de ser. Ellas sí encontrarán en esta
ciudad sin importancia el primer sentimiento de pertenencia, la primera
querencia, la memoria que siempre atraviesa el tiempo y la distancia para
encontrarse con esos cielos, esos soles, los aromas y los sonidos que de mí se
escribieron en otra parte. Esta será para ellas la evocación de lo vivido, una
ciudad importante, porque nada que no encuentre su lugar de ser vivido existe,
nada que no tenga su lugar es importante.
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