No
es casualidad, ¿verdad, madre?, que parir un hijo sea el acto vital más
extraordinario que sucede en nuestro cuerpo. Una nueva vida empuja inexorable
desde dentro, y nos desgarra las entrañas. Un seísmo interior en el que se
abren los huesos y la carne en el imparable descenso hacia el final del túnel,
hacia ese punto de luz cada vez más intenso y más nítido en donde la suerte de
vivir espera. Y ahí está esa nueva vida, desafiando al silencio con su llanto inconsolable. A veces, me he preguntado si ese
túnel y esa luz, de la que hablan quienes han estado tan cerca de la muerte, no
es otra cosa que el anhelo de volver a las entrañas, el retorno a ese cálido
claustro, el único paraíso que nuestra memoria reconoce.
La
vida que irrumpe se acompaña de un torrente de sangre con el que pareces morir,
escurrirte, abandonarte al descanso tras el cataclismo interior que ha dado a
luz a ese cuerpo que nos crece dentro, al que ya solo nos une un estrecho
cordón que aún palpita, como un último hálito de dependencia. Y entonces, un
corte limpio e indoloro nos separa. Qué paradoja, madre… tú y yo sabemos que a
ese nudo estaremos asidas de por vida. ¿Verdad, madre? Esa es la carne que más
nos duele y que solo el amor calma. Esa es la que nos muere y nos vive. Me
recuerdas, madre, a la madre de los versos, los de Miguel Hernández.
Al cabo de mis años, te miro desde el
silencio, el tuyo y el mío, y eres un paisaje tan hermoso y desolado. Me sitúo en
el ángulo resguardado de la luz de la ventana que iluminó mi infancia, entre
cierta penumbra acogedora y necesaria, y la claridad de la mañana que peina mis
cabellos y perfila con un halo tu cuerpo achicado. Y es en ese silencio
tuyo en el me gusta conocerte, en ese aire que inspiras, con el que me cuelo en
tus pulmones y vuelvo a sentir el cálido latido que retumba en las entrañas. En
ese aire que espiras lento y sosegado, como un ahogado suspiro. Y yo sé que en esos
silencios vas y vienes, como buena andarina que fuiste, a los arroyos de tu
niñez y a los pies descalzos, a las fuentes de tu juventud y a los cántaros de
agua, a los hijos por los que rezas… a tus luceros del alba. Y es así, madre,
como me gusta mirarte, al abrigo de mi sombra y a la luz que te recorta.
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