16 de enero de 2015

Ya es invierno

Miro por la ventana de la cafetería la luz acerada de la tarde, la gente que cruza la plaza arrebujada en sus abrigos. A través de las partículas del cristal se cuela también su hielo. La luz de la tarde de invierno es así, como frío acero. Más gente; un grupo de mujeres que entra y va dejando un halo de perfume gélido, en busca de un asiento y del calor de un café. Se despojan de bufandas y guantes y gruesas prendas que depositan en los respaldos de las sillas. El chirrido de las patas de estás y de la mesa que recolocan, algarabía de voces hasta que definitivamente toman asiento.

Al fondo, en la esquina de la izquierda, un tipo con barba de pocos días y pelo revuelto, gafas en el punto equidistante de su nariz. Mira detenidamente el periódico del día, propiedad de la cafetería. Se distrae varias veces para mirarlas, a ellas, que ríen y comentan en voz alta lo que van a tomar. Después vuelve a perderse entre las páginas. Tres camareras van y vienen, revoloteando entre los clientes como abejas de flor en flor, retirando tazas vacías, acudiendo de nuevo con una gamuza, anotando en una libretilla que ha sido evocación de aquella en la que mi padre iba anotando las cuentas de gastos mes a mes. Diligentes, amables, con una sonrisa que desenfada el negro riguroso de su uniforme.

El llanto de un niño llega desde la esquina opuesta. La madre lo toma en brazos, la abuela le dedica unas carantoñas que el niño no atiende mientras se restriega los ojos y continúa llorando. 
Sobre mi mesa un eReader, en el comienzo de un relato de Pío Baroja, El trasgo, que transcurre en una tasca o casino, en donde la gente se arremolinaba para participar, o escuchar, de las conversaciones en torno a una mesa. No es el caso aquí, cada mesa es un planeta independiente con sus moradores o su único morador, vidas aparte sin roces ni familiaridad.

Aquí se viene a detener el tiempo, al momento sublime de la taza de té en 'La elegancia del erizo', de Muriel Barbery, a observar tras el cristal de una ventana cómo transcurre ahí afuera. Aquí nadie tiene edad; ni las mujeres que mojan el croissant en el café mientras desahogan sus desilusiones; ni el tipo de la esquina parapetado tras el periódico sin ninguna prisa por marcharse; ni el niño que llora de cansancio; ni las camareras que van y vienen deseando que acabe su jornada; ni esta que observa y ahora escribe... Pero ahí afuera el tiempo no se detiene, ya es invierno, definitivamente invierno.



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