7 de febrero de 2015

Tarde de febrero

El cielo está blanco, como el frío. Hoy no sopla el viento, sólo nos rodea un frío blanco, como el cielo, como la cal de la pared de piedra. Un frío que chupa la cara y afila los dedos de las manos y los hace escurridizos sobre las cuerdas de una guitarra, sobre el teclado del ordenador. De las nieves del norte nos llega su halo, su aliento helado que amenaza con quebrar la rama tierna del cerezo. El limonero, en un alarde de resistencia, muestra flores de azahar, tímidas y ateridas entre las hojas. El amarillo de los últimos limones parece enfermizo, macilento, como si el fruto estuviese sin jugo por dentro y eso robase el esplendor a su color. El pequeño huerto son restos de matas abatidas y grises, un cementerio. El patio es un invierno manifiesto, sin ningún presentimiento de próximas primaveras.

El rincón más agradable de la casa sigue siendo la cocina. Una estufa de leña bufa con su panza incandescente, como un pequeño infierno en donde los troncos de olivo crepitan y se retuercen. Su calor de hogar, acogedor y soporífero, se expande por toda la estancia. Desde un ventanuco, por donde apenas se cuela la última luz de la tarde, se ve caer el sol al otro lado de la pared de piedra.

Me alcanza el recuerdo a aquellas lejanas tardes del mes de febrero. Por este mismo ventanuco, veía al padre y al hijo mayor salir de los porches tras terminar la faena del ordeño, portando los termos rebosantes del líquido níveo... siempre sobre esta hora de la tarde, como dos siluetas que parecían confundirse con el empedrado del patio, ambos en mangas de camisa, sudorosos y despechados, retando al frío que los recibía tras el cobijo del calor de los animales. La madre acercándose a echar una mano, ofreciéndose a portar alguno de los termos o de los cubos que sostiene el hijo, y este, orgulloso, rechazando la ayuda.

Se apaga la tarde, y el recuerdo de esos dos hombres se desvanece entre el ruido del televisor y las voces jóvenes que se acercan por el pasillo preguntando por la merienda. Hay escenas que no cambian, tan solo cambian sus protagonistas, como esta del momento merienda, de los niños alrededor de una mesa y una madre ofreciendo alternativas: la onza de chocolate, una cata de pan en aceite, pan con tomate... Otras no volverán a repetirse jamás. El padre y el hijo, en manga de camisa y despechados, solo se repetirá en la memoria, de tarde en tarde, cuando en un sábado gris de febrero vuelva a posarse la mirada en ese ventanuco y observe el frío blanco de ahí afuera, y el sol poniéndose tras el muro de piedra. Y al volver la vista hacia la estancia se detendrá sobre un anciano que dormita en un sofá, al calor de la estufa de leña, bien abrigado, como si toda la ropa que lleva encima le fuese insuficiente para ahuyentar su frío: el del vigor ido, el de su cabello ralo y canoso, el que siempre provoca la ausencia del hijo que ya no camina a su lado cargado con dos termos.


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